No hay muchas vueltas que dar para captar científicamente lo sustancial de la realidad material, social y cultural que sobredominaba el Pirineo occidental inmediatamente antes de la detonación que dio al traste con la secular apacibilidad de sus gentes en la segunda mitad del siglo VI d. C. Y ello por igual en la vertiente continental que en la peninsular. Sus inquilinos eran mayoritariamente pastores trasterminantes, organizados en comunidades de valle, apacibles en lo fundamental por dedicación y tradición, eminentemente paganos, primordialmente euskaldunes y férreamente conectados entre sí por los pastizales de altura, cuyo aprovechamiento tenían que concertar para sobrevivir.
La fuentes literarias distinguen a los “wascones” de los “vascones”. Aquéllos, habitaban la Gallia entre la línea de cumbres y los cursos transversales del Adour y del Alto Garona, insertados en los valles diagonales que tajaban los ríos Nivelle, Nive, Gave d’Aspe, Gave d’Ossau, Gave de Pau, Adour, Baisse, Gers, Save y Garonne. Éstos habitaban Hispania a uno y otro lado de la divisoria que discriminaba aguas tanto hacia la costa atlántica -valle del Baztán, prioritariamente- como hacia el curso del Ebro: valles de Ultzama, Erro, Salazar y Ronkal, entre otros.
A mediados de la sexta centuria, los euskaldunes suscitaban intereses contradictorios. Eran atractivos para la Iglesia misionera del momento, que quería ganarles para su causa, al igual que para los francos y visigodos, que pretendían extender sus respectivos estados hasta la frontera que los romanos habían implementado en el espinazo pirenaico para separar Hispania de la Gallia.
Les despreciaban abiertamente, por contra, las élites circunvecinas por su arraigado enclavamiento en el medio montano, por sus arcaicas condiciones de vida -lengua, práctica económica, actitud religiosa y organización social- y por su incapacidad para evolucionar. Desconocían por completo sus habilidades para levantar cordones culturales frente a terceros para preservar su idiosincrasia, para dar salida a las plétoras demográficas mediante “euskaldunizaciones tempranas” por vía de trashumancia -como hicieron en la Cordillera Ibérica y en el Pirineo central- y para incorporar a sus formaciones vallejeras los hábitats castrales que debían protegerles contra el incremento de las tensiones político-militares e institucionales.
En todo caso, se trataba de gentes que no estaban dispuestas a abandonar su hogar si las condiciones de vida no se tornaban insoportables o las agresiones externas no superaban su capacidad de resistencia. En cuanto que pastores especializados, sabían perfectamente que aquellos no eran tiempos favorables ni para el nomadeo ni para la trashumancia, que la reconversión al agropecuarismo era siempre incierta y más en tierra extraña y que nada de ilusionante tenía la desesperanzada errancia de los “latrocinantes”.
He señalado ya en anteriores aproximaciones cómo el desarrollo demográfico del Bronce Final dio pie en las campiñas del valle del Ebro al incremento de la tensión bélica al atacar los sobrantes a los parientes opulentos que les desalojaban del beneficio social, circunstancia que exigió a éstos a auparse a los altozanos durante la Iª Edad del Hierro para defenderse de la agresión. El resultado fue la universalización del hábitat castral en los espacios abiertos y, con él, el cambio del modo de producción y del régimen de propiedad.
Como era de esperar, la tensión prendió también en los ambientes megalíticos de dedicación silvopastoril y la reacción de los montañeses consistió el asumir el régimen castral como hábitat habitual, pero no antes de la IIª Edad del Hierro y no solo por razones demográficas. El factor causativo primordial fue, más bien, la necesidad que sintió cada comunidad de valle de proteger mejor a las personas y a los animales de la creciente presión que ejercían las agrupaciones circunvecinas sobre el espacio y los medios de supervivencia tanto en la línea de cumbres como en las divisorias de aguas y en los espacios abiertos de los fondos de valle. Al integrar el régimen castral, la organización genuinamente pastoril se vio reforzada con una modalidad de autoprotección evolucionada y eficaz, que le confirió un plus de consistencia.
De ahí que cuando estalló la tormenta político-militar e institucional promovida por los francos continentales que hizo tambalear las bases de sustentación del mundo pastoril, los nativos montanos se encontraran suficientemente pertrechados para no dudar en responder con campañas de depredación al acoso de sus agresores. Por primera vez en la historia reciente del Pirineo occidental entró en acción una formación militar constituida por “saltuarii” genuinos, por pastores propiamente dichos, versión que estaba a años luz en capacidad de combate del endeble sucedáneo paramilitar ya desaparecido que, bajo el apelativo de “rusticani”, había promovido Roma dos siglos antes para controlar la circulación por los corredores viarios.
Para cumplir sus cometidos, las comunidades pastoriles se organizaron en mesnadas militares dotadas de gran movilidad y versatilidad, iniciando aquella conflictiva secuencia bélica que depararía la aparición de auténticos “señores de la guerra”, una parte minoritaria de los cuales, acosada por Reccaredo, se vio forzada a emigrar muy pronto hacia la depresión vasca, en tanto que la fracción mayoritaria consiguió resistir mal que bien parapetada en el corazón de la barrera pirenaica las potentes campañas capitaneadas por Gundemaro y Suinthila para terminar sentando las bases constitutivas del inminente Reino de Pamplona.
Al decir de la historiografía vigente, la restitución de la trayectoria de la civilización euskaldún ha sido abordada hasta el día de hoy desde no menos de seis paradigmas diferentes: empírico-positivista, indigenista, antropológico, arqueológico, socio-lingüístico y socio-político. Por lo que a nosotros respecta, la perspectiva interpretativa que aplicamos es tradicional, eminentemente materialista, que, sin embargo, resulta novedosa porque nunca ha sido aplicada como tal al desentrañamiento de la problemática de referencia.
Como ya hemos adelantado en otra entrada de este mismo blog, concebimos la historia como la ciencia de la supervivencia, empleamos el método hipotético-deductivo y ponemos en valor un materialismo histórico ajustado a la percepción de que la condición humana es una entidad lastrada de origen por cuatro vulnerabilidades amenazadoras: la necesidad de alimentarse, la exigencia de reproducirse, la obligación de encontrar defensa física y la urgencia de dotarse de amparo anímico. Para combatirlas, los propios humanos han creado en el decurso del tiempo con mayor o menor éxito unos mecanismos correctores específicos: los modos de producción.
Para entrar en materia, la interpretación materialista de la historia exige la realización de ciertas maniobras de aproximación: en primer término, la elección de un ámbito ecogeográfico de actuación, en este caso, el espacio montano vasco-navarro; en segundo lugar, la caracterización de un modalidad dominante de sustentación de la supervivencia, a la sazón, el régimen silvopastoril, y, finalmente, la determinación de una dinámica de la evolución social por vía de contradicción interna, es decir, entre las instancias que conforman el sistema.
Nuestra intención aquí y ahora no es, sin embargo, profundizar la problemática teórico-metodológica sino algo bastante más prosaico: con la benevolencia del administrador glosar para el lector en este fin de semana cinco representaciones cartográficas de otros tantos episodios históricos que ya hemos perfilado literariamente en aproximaciones anteriores.
El segmento montano vasco-navarro ha sido históricamente un horizonte de supervivencia de base eminentemente silvopastoril. Tal ha sido así durante la Edad Media, la Moderna y gran parte de la Contemporánea y con mucha más razón lo fue en la Prehistoria avanzada y a lo largo de la Edad Antigua. El marcador denotativo del vigor del pastoralismo durante el milenio anterior a nuestra Era ha sido -a nuestro parecer- el megalitismo, cuya concentración en la vertiente meridional del Pirineo occidental alcanzó magnitudes inusitadas, subrayando con contundencia el preponderante papel que jugó la agroganadería de dominancia ganadera en la supervivencia de los nativos por esas fechas.
Para apreciarlo con propiedad, bastan dos series de datos: por un lado, la cuantía de los megalitos localizados, que, en la Comunidad Foral de Navarra, asciende a 1010 unidades, 819 de las cuales son de primera generación (426 dólmenes, 291 túmulos y 102 menhires) y 191 de segunda generación (cromlechs); por otro lado, el prorrateo eminentemente equitativo de dichos ejemplares entre la vertiente de aguas al Cantábrico, que contabiliza 451 unidades (170 dólmenes, 88 túmulos, 62 menhires y 131 cromlechs), y la vertiente de aguas al Ebro, que registra 559 unidades (256 dólmenes, 203 túmulos, 40 menhires y 60 cromlechs).
Este macrodispositivo montano de supervivencia se mantuvo hasta el cambio de Era con tanta potencia que los historiadores y geógrafos grecorromanos apenas necesitaron otra cosa para conferirle personalidad que replicar en el valle del Ebro las voces antañonas que manejaban en el Lacio: la noción de “saltus” para denotar su ubicación, naturaleza y contenido y la de “ager” para diferenciarle de los llanos agropecuarios.
Es de señalar, en cualquier caso, que estos dos grandes escenarios ecogeográficos no funcionaron habitualmente como segmentos yuxtapuestos sino convergentes entre sí en virtud de la complementariedad de sus economías especializadas. Como tales les gestionaron los nativos euskaldunes durante las tres grandes secuencias en que cabe despiezar su devenir étnico: “germinal” (Neolítico-Calcolítico, eminentemente nómada); “aborigen” (Calcolítico-IIª Edad del Hierro, prioritariamente trashumante), y “colonial” (IIª Edad del Hierro-mediados del siglo VI d. C., básicamente trasterminante).
En virtud de todo esto, procede subrayar una vez más -porque es capital para la comprensión de la historia de la vertiente meridional del Pirineo occidental- que la noción de silvopastoralismo no excluye para nada la implicación de los montañeses en la agricultura propiamente dicha, bien que con carácter eminentemente complementario. Se trataría, pues, de una economía de dominancia ganadera subsidiada por una agricultura de huerto o de azada.
La estabilidad del régimen silvopastoril fue el sueño dorado de la colectividad euskaldún. A tal efecto se empleó a fondo tanto en la elaboración de cortafuegos culturales contra las tentadoras propuestas exteriores como en la neutralización del único factor interno capacitado para desbaratarla: el desarrollo demográfico. Esto último lo consiguió aplicando variables diferentes hasta mediados del primer milenio de nuestra Era: el nomadeo (euskaldunizaciones tempranas impulsadas por los excedentarios), la trashumancia (prorrateo puntual de los sobrantes por los espacios agropecuarios) y la trasterminancia (consignación a los ejércitos romanos de los jóvenes nativos que excedían las necesidades del sistema). (MAPA I)

No sabemos a ciencia cierta cuándo llegó, bajo qué ropaje lo hizo y cómo se decantó el euskara en la vertiente meridional del Pirineo occidental, a la que convirtió en la “urheimat” de su trayectoria ulterior en la Península Ibérica. A título de sugerencia, hemos apuntado la posibilidad de un acceso a mediados del sexto milenio a. C. desde Anatolia oriental al interfluvio Garona-Ebro en estado de crisálida dentro del andamiaje del ibero, del que se fue diferenciando en el espinazo pirenaico durante siglos hasta convertirse en una lengua con personalidad propia, eminentemente pastoril. Lo que sí percibimos con mayor verosimilitud es que evolucionó y se expandió al compás del desarrollo de las condiciones de existencia de sus hablantes, los pastores vascones cispirenaicos, deparando tres secuencias históricas aceptablemente perfiladas.
Caracterizamos la primera a partir de las “euskaldunizaciones tempranas”, producto madrugador de aquella potente evolución demográfica del nomadeo tardío que dio lugar a la transferencia de excedentarios hacia espacios nuevos, en parte pirenaicos y, en parte, ibéricos. Intuimos el camino que siguieron por el reguero de megalitos que dejaron, pero conocemos el proceso tan solo en la fase terminal, a través de las lápidas mortuorias de época romana, que, además de notificar la defunción de sus hablantes, certificaban la liquidación del euskara a manos del latín imperial. En la Cordillera Ibérica apenas quedaba nada de dicha lengua inmediatamente después del cambio de Era y en la Cordillera Pirenaica se alargó un tanto más por efecto de la colonización urbana impulsada por Pompeyo en los “Convene”.
Identificamos la segunda a través de los restos dispersos de ciertos “destilados demográficos”, proceso que correspondería a la fase de trashumancia y que percibimos como una prototípica “euskaldunización individualizada”, protagonizada por excedentarios que fueron forzados a reciclarse en los espacios abiertos cerealícolas. La conocemos igualmente a través de la epigrafía romana y también en el momento en que el latín se imponía como lengua vehicular en el valle del Ebro.
La última de las secuencias incriminadas corresponde a la “euskaldunización tardía”, cuya concreción se produjo por causas exógenas y afectó casi exclusivamente al tramo pirenaico más occidental. En su desencadenamiento en el siglo VI avanzado jugaron un papel destacado diversos factores: la presión de los francos sobre “Wasconia”, la hipersensibilidad estructural del régimen de trasterminancia, el dominio de los visigodos sobre el espacio cispirenaico y la habilidad militar de Recaredo para remover a los pastores empleando el ejército como si se tratara de “un juego de palestra”. El resultado fue la migración de un significativo conjunto de colectivos euskaldunes hacia la depresión vasca actual.
A partir de ese crítico momento la historia del euskara se diversificó, manteniéndose por un tiempo como lengua pastoril en el espinazo pirenaico y evolucionando como lengua agropecuaria entre los euskaldunes exiliados en la depresión vasca. Arrinconada allí por Gundemaro el 610 y por Suinthila el 621, entraría a formar parte de las bases constitutivas del inminente reino de Pamplona, en tanto que, desplazada aquí, fue captada durante tiempo por el reino astur en expansión. (MAPA II)

El descubrimiento en el centro-norte peninsular de varias necrópolis vinculadas en uno u otro grado a la cultura de la “inhumation habillée” ha jugado un papel tan determinante en la historiografía reciente de Vasconia que bien cabe atribuirle la responsabilidad de haber dado pie a la elaboración de un nuevo paradigma interpretativo de la Tardoantigüedad. Aunque es cierto que no ha conseguido concitar unanimidad en torno a la atribución de la titularidad de las mismas -disputada actualmente entre francos merovingios, élites aquitanas y nativos pirenaicos-, ha logrado, sin embargo, imponer la idea de que Vasconia era un escenario cultural y materialmente abierto, con intensos contactos entre las vertientes pirenaicas y aún más allá, circunstancia que le había sido negada hasta el momento.
Tras haber asistido con ilusión a la fascinante aventura intelectual que representa siempre el desvelamiento de una perspectiva histórica nueva y de haber atribuido con decisión en un primer momento a los euskaldunes cispirenaicos la titularidad de las necrópolis en cuestión, he decidió replantear en el marco de este blog mis posiciones al respecto tras haber constatado que los enterramientos de referencia son contados, de perduración limitada en el tiempo, dispersos en el espacio y emplazados eminentemente en parajes no controlados inicialmente por los visigodos de Hispania.
Propugnamos aquí y ahora, más bien, la idea de que los enterrados en dichas necrópolis eran aquellos integrantes del ejército merovingio del 541, que, acosados por los visigodos, no consiguieron atravesar la barrera pirenaica en el plazo de un día y una noche que les concedió el general Teudisclo. Incluimos entre ellos a los miembros de la comitiva militar del “dux Francio”, que, al decir del Fredegario, encontró acomodo en Cantabria. Al igual que este personaje dispuso de tres décadas largas para articular un poder en la costa y pagar tributo a los reyes francos -antes de retirarse el 574 asustado por la conquista visigoda del somontano de Amaya-, los demás tuvieron tiempo para echar raíces casándose con mujeres nativas o con prisioneras y para enterrarse allí hasta agotar sus estirpes o diluirse entre los nativos. Delatan su condición de merovingios el régimen de enterramiento, la religiosidad cristiana y los patronos de sus lugares de culto.
La configuración del ejército invasor como una suma de formaciones militares aleatorias -se citan hasta cinco líderes, uno de los cuales bien pudo ser el citado “dux”-, la impunidad con que actuaron durante cincuenta días en el valle del Ebro y la lentitud que les imponía el transporte del cuantioso botín acopiado permiten presumir que se adentraron en los corredores pirenaicos desordenados, fraccionados y distanciados, resultando presa fácil para los visigodos emboscados. De no haberse dado esta circunstancia, habría sido imposible masacrarles, porque la fuerza reunida por el rey Teudis para tender la celada era endeble, improvisada y ajena a dicho teatro bélico, tal y como parecería darlo a entender el hecho de que hasta los propios cronistas consideraran inusitada la victoria que ellos mismos estaban glosando. En definitiva, pues, los inhumados en las necrópolis tantas veces citadas no eran otra cosa que integrantes residuales de un ejército desbaratado, cuya incidencia real en la historia de Vasconia fue, más bien, colateral.
Como cabe fácilmente apreciar, la reinterpretación que proponemos constituye una enmienda a la totalidad del papel histórico e historiográfico que se le ha consignado en los últimos tiempos a dichas necrópolis y a sus difuntos y devuelve la explicación de la trayectoria de los euskaldunes a la tradicional y prosaica dinámica interna de su hogar montano inmemorial: el “saltus” cispirenaico de base silvopastoril. (MAPA III)

En la representación cartográfica que ofrecemos sobre la “reconquista de los pueblos del norte” no figuran otras apreciaciones que las que ya hemos descrito hace bien poco en esta misma entrada del blog. Si acaso, subrayaremos dos de las ideas adelantadas y apuntalaremos una tercera.
La primera de aquéllas hace referencia a los efectos diferenciales que tuvo para los euskaldunes el empeño de los visigodos en controlar la vertiente cismontana del Pirineo occidental -por un lado, el desalojo de diversas agrupaciones pastoriles hacia la depresión vasca por las maniobras envolventes y sostenidas ensayadas por Reccaredo en el corazón del “saltus” noroccidenal y, por otro lado, el arrinconamiento de los demás en el espinazo montano por los contraataques que emprendieron Gundemaro y Suinthila para reprimir en campo abierto sus rapiñadoras correrías. La segunda alude al hecho de que los movimientos militares dieron como resultado geopolítico la creación de tres circunscripciones administrativas tardías: el “Ducatus Asturicensis” (el territorio de los astures más Primorias), el “Ducatus Cantabriae” (el territorio de los cántabros -excepto Primorias- y el de los autrigones) y el “Comitatus Vasconiae” (los territorios de caristios, várdulos, vascones, iacetanos y berones).
El apuntalamiento argumentativo arriba adelantado tiene que ver con nuestra presunción de que la noción de Vasconia que empleó el Biclarense para designar el escenario conquistado por Leovigildo el 581 no tenía nada que ver con el espacio pirenaico propiamente dicho sino, más bien, con el segmento meridional de la actual depresión vasca. Se trata de una cuestión relativamente compleja, que, a la vista de las numerosas y rebuscadas disquisiciones que ha deparado, requeriría por sí sola la elaboración de un minitratado.
Invocamos dos argumentos a favor de nuestro posicionamiento: uno, simple, y otro, complejo. El primero alude al hecho de que, desde los tiempos de Diocleciano, los viejos territorios étnicos de autrigones, caristios y várdulos -arrinconados en el extremo occidental de la “Provincia Tarraconensis”- fueron perdiendo personalidad hasta olvidarse sus denominaciones al otro lado de la Sakana.
El argumento complejo alude al hecho contradictorio de que, mientras el creciente desmantelamiento del Imperio contribuyó a minimizar los alcances geográficos de la versión “colonial” del tribónimo vascones (vascones + iacetanos), la elaboración del “Cronicón” de Hidacio compensó dicho reflujo en términos geográficos y etnográficos al acuñar el corónimo “Vasconia” y extenderle a mediados del siglo V -a través del apelativo “Vasconias”- al espacio euskaldún de la vertiente septentrional del Pirineo Occidental.
Así, cuando el programa militar de Leovigildo le llevó el año 581 desde la Cantabria de Amaya (sometida el 574) hasta la reconquista del amplio espacio situado algo más hacia oriente -encuadrado por la divisoria de aguas, el borde septentrional del valle del Ebro, la Sierra de Badaya y el umbral de la cuenca de Pamplona- el fundador del monasterio de Biclaro, que vivía en el extremo contrario de la Tarraconense, no pudo por menos que designarle como “partem Vasconiae”, pues -al margen de algunos parajes no euskoparlantes- incluía la herencia etnográfica -megalítica y euskérica- de las plataformas pecuarias de Urbasa, Andía y Aralar.
El apelativo “Victoriacum”, acuñado para dar lustre a la aglomeración referencial de la zona, no simbolizaba, a nuestro parecer, otra cosa que la reactivación de la vieja Veleya como capital administrativa del microcondado de Vasconia que Leovigildo fundó sin dilación con base en el territorio “parcialmente euskaldún” que acababa de reconquistar. (MAPA IV)

Tampoco cabe hacer nuevas puntualizaciones a la representación cartográfica del proceso que desencadenó la “euskaldunización tardía”. Arrumbado el andamiaje del Imperio, los invasores que finalmente le sustituyeron al norte y al sur de la barrera pirenaica -respectivamente francos y visigodos- empeñaron gran parte de sus energías geopolíticas en los siglos VI y VII en hacer valer su condición de herederos de Roma en las vertientes peninsular y continental de la divisoria administrativa que en época imperial separaba Novempopulania de la Tarraconense occidental.
Se aspiraba por ambas partes a convertir en hecho lo que percibían como un derecho, proceso que se solventó de forma básicamente amable entre los aspirantes de uno y otro lado, máxime después de que la derrota del 541 hiciera ver con rotundidad a los francos merovingios que cualquier desafuero que cometieran en la vertiente que miraba al Ebro podía resultarles contraproducente y dañino. De hecho, una parte significativa de los monarcas de uno y otro lado que se empeñaron en llevar a término sus respectivos intereses territoriales mantuvieron entre sí relaciones cordiales, incluso de alianza y emparentamiento.
Y es que el problema no radicaba en las aspiraciones a una herencia que se percibía como indeclinable sino en la forma de privatizarla. Y fue en este plano donde los francos merovingios carecieron de la sensibilidad deseable, entrando en tromba, de manera sorpresiva y por la fuerza en el santuario silvopastoril que les correspondía por derecho hereditario en la fachada pirenaica septentrional. No solo se sobreexcedieron en el contacto con los nativos euskaldunes de la vertiente de allá, sino que tampoco entendieron cabalmente que la desmesura militarista ponía inevitablemente en solfa la estabilidad general de los inquilinos del Pirineo occidental, incluida la de los euskaldunes de la vertiente de acá.
Aunque -según parece- cabe remontar la tensión a tiempos de Clotario, la alocada entrada de Bladastes el 581 al norte del arco que formaba el curso del Adour desató por vía refleja al sur del espinazo pirenaico un incendio de tal magnitud que -aún sofocado en lo esencial por Reccaredo (588), Gundemaro (610) y Suinthila (621)- dejó rescoldos suficientes para afectar hasta al mismísimo Muza ibn Nusayr el 714.
Fueron los prolegómenos de ese incendio los que removieron el año 588 por iniciativa de Reccaredo hacia determinados parajes prelitorales del País Vasco actual a una importante fracción de los pastores euskoparlantes del Baztán. (MAPA V)
