El segmento montano que centra nuestra atención -la Navarra de aguas al Cantábrico y de aguas al Ebro- es un laberinto de valles y depresiones interiores tan estrechamente conectado al pastoreo que todavía conserva algunos atisbos de los buenos viejos tiempos. Hablamos aquí -entre otros- de valles tan conocidos como los de Cinco Villas, Baztan/Bidasoa y cabeceras del Urumea, Leitzarán y Araitz y tan renombrados como los de Larraún, Basaburúa, Ultzama, Artze, Erro, Salazar y Ronkal. La penúltima adaptación de sus habitantes a la vida pastoril se concretó, como ya hemos adelantado, en los siglos anteriores a la IIª Edad del Hierro y concluyó con la creación de las “comunidades de valle” como respuesta a la ruptura con los llaneros cantabrienses por desbaratamiento de la “etnia aborigen”.
La adaptación exigió el ajuste de las prácticas pastoriles a escenarios concretos. A tal efecto, se mantuvo el aprovechamiento comunal de los pastizales de altura, circunstancia que impuso -cuando menos- seis modificaciones capitales: en primer lugar, la reglamentación del pasturaje mediante normas imprescriptibles, decididas por todos y transmitidas por tradición oral; en segundo lugar, la reorganización de los tramos medios y bajos de los valles en parte como reservorio de herbazales destinados al ensilamiento estival y, en parte, como terrazgos agrícolas de refuerzo; en tercer lugar, la delimitación de los linderos vallejeros de acuerdo con los montañeses circunvecinos y la concertación con ellos de alianzas de apoyo mutuo y de salvaguarda de los recursos; en cuarto lugar, el creciente reciclaje de los habitantes en poblados estables; en quinto lugar, la determinación de los beneficiarios y de los excluidos del disfrute del nuevo modelo, tanto externos como internos, y, en sexto y último lugar, la institucionalización de asambleas y delegados encargados de hacer cumplir los acuerdos y de mantener relaciones con terceros.
Cuando Roma accedió a dichas latitudes, los pastores contaban ya con una plurisecular organización vallejera y probablemente con una red comarcal de contactos suficientemente desarrollada como para poder negociar con los líderes coloniales. Si éstos tenían interés en interconectar el valle del Ebro con el Cantábrico y en controlar los pasos pirenaicos occidentales, las comunidades de valle pastoriles bien podían darles ciertas facilidades a cambio de que respetaran sus tradiciones, su modo de vida y su idiosincrasia cultural.
Lo que sí parece meridianamente claro es que no entraron en combate. Y eso resultó determinante para garantizar un futuro a los euskaldunes del “saltus”, como tendremos oportunidad de comprobar en su momento.
Puesto que en la historiografía actual la conceptuación no va tanto de “tribus” como de “etnias”, rememoraré aquí y ahora -por si pudiere resultar de provecho para los lectores y porque ya la he manejado en entradas precedentes de este mismo blog- lo sustancial de mi posición científica respecto del contenido de este último vocablo y de su proyección histórica.
La noción de etnia hace referencia siempre en nuestros estudios a una formación social muy precisa, configurada por los individuos que la integraban con la finalidad de garantizarse la supervivencia, profusamente zarandeada en el decurso del tiempo por un variado elenco de dinámicas diferentes, tanto de genética interna como externa, y dotada de un andamiaje constitutivo en todo similar a un sistema, del que formaban parte -entre otros factores- una modalidad productiva, un aparataje social, un cuerpo institucional, un nombre propio, una lengua, un mito de origen, una historia y una cultura compartida, una asociación con un territorio específico y un sentido de solidaridad colectiva.
Dado que la trayectoria de los euskaldunes trasluce -según nos parece- todos y cada uno de los marcadores étnicos que acabamos de individualizar, consignamos a tales gentes dicha noción para dar cuenta histórica de los casi cuatro mil años que median entre las centurias finales del IV milenio a. C. y las centrales del I milenio d. C.
Según nuestra manera de ver las cosas, el desenvolvimiento de la “etnia euskaldún” durante un período tan extenso y en un escenario tan complejo como el cispirenaico dio visibilidad a tres proyecciones parcialmente diferentes de su personalidad histórica, susceptibles de consideración como otras tantas modalidades adaptativas: la “etnia germinal” (finales del IV/comienzos del II milenio a. C.), la “etnia aborigen” (comienzos del II milenio a. C./ cambio de era) y la “etnia colonial” (cambio de era/mediados del I milenio d. C.).
La vigencia histórica de la “etnia germinal” recubre la generalidad del Calcolítico -3.200/1.800 a. C.- y conceptúa el producto resultante de la adaptación de los iberos neolíticos a las condiciones de supervivencia del espinazo pirenaico occidental: una agrupación basada en una economía extensiva de dominancia ganadera pura -es decir, en régimen de nomadeo-, estructurada internamente en linajes agroganaderos y dotada de una lengua propia: el euskara. Como el resto, dicha lengua no era otra cosa que el resultado de la modulación que experimentó durante milenios en la alta sierra por incidencia del régimen pastoril la lengua ibera importada a los espacios encuadrados por el Garona y el Ebro hacia el 5.500 a. C.
La noción de “etnia aborigen” se extiende a las Edades del Bronce (1.800/750 a. C.) y del Hierro (750/cambio de era) y da cuenta eficiente de las tres grandes secuencias evolutivas que experimentó la trayectoria de los euskaldunes durante los dos milenios anteriores al cambio de era: la fase de expansión (1800/1.300 a. C.), la fase de regresión (1.300/ 350 a. C.) y la fase de readaptación (350 a. C./cambio de era).
• El “período de pujanza” coincide con una parte sustancial -1.800/1.300 a. C.- de la denominada Edad del Bronce y se caracteriza no solo por la consistencia interna que alcanzó el régimen euskaldún por esas fechas sino también por las alianzas que concertó con los iberos cantabrienses para mejorar las condiciones de supervivencia y por los desalojos de excedentes humanos que promovió mediante trashumancias sin retorno hacia las Tierras Altas de Soria, el Pirineo central y las tierras medias del valle del Ebro, dando pie a “euskaldunizaciones tempranas”. En ese período, la etnia euskaldún evolucionó del nomadeo a la trashumancia y ha dejado huella imperecedera de su quehacer -junto con la euskaldunización de tierras lejanas- a través del ingente patrimonio megalítico de primera generación (dólmenes, túmulos y menhires) que promovió para expresar por vía arquitectónico-escultórica la plenitud del régimen de “propiedad comunal” en el seno del modo de supervivencia pastoril.
• El “período de contracción” coincide con el Bronce Final (1.300/750 a. C.) y la Iª Edad del Hierro (750/350 a. C.) y denota el derrumbamiento del edificio levantado en el período anterior como resultado de la convergencia de dos dinámicas adversas muy concretas: una externa y otra interna. La primera representada por los indoeuropeos, que cerraron el paso a los euskaldunes por occidente (reciclaje de los várdulos), por el sur (asentamiento de los berones) y por el nordeste (implantación de los galos al otro lado de la línea de cumbres) La segunda representada por el potente desarrollo cerealícola que experimentaron por propia evolución interna los llanos cantabrienses, circunstancia que cambió radicalmente sus prioridades y afectó negativamente a las relaciones con los montañeses y, entre otras, a las trashumancias estacionales concertadas con los pastores euskaldunes.
• El “período de reacomodación” coincide con la IIª Edad del Hierro (350/cambio de era) e identifica el coriáceo esfuerzo realizado por los nativos en los estrictos límites de su inmemorial hogar cispirenaico con la finalidad de paliar las implicaciones negativas de la fase precedente. Consistió prioritariamente en un consciente repliegue intramontano y en una readaptación sin concesiones a las potencialidades del mismo, prioritariamente el reajuste de la actividad pastoril a modelos de trasterminancia vallejera. A este período corresponden dinámicas muy variadas, entre otras, la evolución hacia formas avanzadas de organización de la supervivencia, la proliferación controlada de megalitos de segunda generación o cromlechs y el contacto inicial con Roma, una potencia colonial obsesionada con controlar de punta a punta la gran barrera pirenaica para oponer al avance de Cartago hacía la capital del Tíber un sistema de “defesa adelantada” o “defensa en profundidad”. En los prolegómenos de la caracterización de este período nos encontrábamos al cerrarse la entrada inmediatamente anterior a esta.
Cuando entró en contacto con Roma en las primeras décadas del siglo II a. C., la “etnia euskaldún” no era ya lo que había sido en los buenos viejos tiempos de su debut como “etnia aborigen” (1.800/1.300 a. C.). Desconectada por interposición de los indoeuropeos de los espacios que ella misma había vivificado mediante “euskaldunizaciones tempranas”, había perdido también para entonces las relaciones con los iberos cantabrienses -tan importantes para garantizarse las trashumancias, para anudar relaciones de apoyo mutuo y para acoger benévolamente los excedentes que generaba el desarrollo demográfico- y se había visto obligada a replegarse sobre sus primigenias bases montanas.
No era ya, desde luego, la potencia ganadera de elevado rango que había sido en el “período de pujanza”, con cientos de miles de animales a gestionar -tanto bovinos, como ovinos y porcinos-, pero sí era todavía una potencia ganadera a escala pirenaica, con decenas de miles de animales encuadrados en los valles navarros que miraban al Ebro y al Cantábrico, dotada de todos aquellos marcadores que la caracterizaban como colectividad organizada: una modalidad productiva, un aparataje social, un cuerpo institucional, un nombre propio, una lengua, un mito de origen, una historia y una cultura compartida, una asociación con un territorio específico y un sentido de solidaridad colectiva.
Mientras muchos de los que la habitan actualmente mantienen serias dudas sobre lo que fue dicha tierra en el pasado, los romanos, sin embargo, supieron apreciarla por lo que valía y por la utilidad que podía reportarles si conectaban apaciblemente con ella. Lógicamente, la “etnia euskaldún” también supo percibir lo que valía Roma como potencia militar -de hecho, pudo ver en directo cómo sometió en un santiamén a los convecinos iacetanos- e intuir lo que cabía obtener de ella en contrapartida.
Sabemos con seguridad que no guerrearon, sospechamos vehementemente que pactaron y -en cualquier caso- tenemos la absoluta convicción de que acomodaron sus intereses. Aunque dispersos por numerosos valles, los euskaldunes tuvieron que presentarse ante Roma como una etnia dotada de personalidad propia, puesto que lo que entre ellas se ventilaba afectaba a la generalidad: de un lado, la no oposición a la interconexión del valle del Ebro con el Océano Atlántico y el control de los pasos pirenaicos, que demandaba Roma, y, de otro lado, el reconocimiento de su identidad pastoril y la recuperación del viejo margen de maniobra en los espacios cantabrienses, que reclamaba la colectividad euskaldún. Tan eficientemente se desarrollaron los contactos que los romanos acoplaron al conjunto negociado el inmemorial espacio iacetano. Es precisamente a este precipitado histórico a lo que nosotros llamamos “etnia colonial” (cambio de era/mediados del I milenio d. C.)
Con Roma a las puertas, la “etnia euskaldún” tenía una densa e intensa historia que contar, pero también un futuro que forjar. Podía alardear de que hasta ese crítico momento había recorrido exitosamente con sus solas fuerzas una apasionante etapa de orígenes (3200-1800 a. C.), una intensa Edad de Oro (1800 -450 a. C.) y una consistente fase de reacomodación interna (450-cambio de era).
En el decurso de la primera construyó su personalidad histórica, durante la segunda demostró gestionar con sabiduría el desarrollo demográfico mediante puntuadas “euskaldunizaciones tempranas” en tierras remotas y en los momentos sombríos había sido capaz de encontrar soluciones para contener la regresión.
La continuidad de su incombustible lengua vernácula validaba punto por punto el orgullo que le reportaba el pasado: de notoria raigambre pastoril en la fase de despegue, se expandió por vía pastoril hacia tierras lejanas en los buenos viejos tiempos y se mantuvo impolutamente pastoril en las anfractuosidades originarias cuando comenzaron a aparecer nubarrones.
Los euskaldunes no tuvieron, sin embargo, otra opción que forjar su inmediato futuro en connivencia con Roma y lo hicieron por vía de concertación, es decir, cediendo capacidades pero reteniendo derechos. A cambio de olvidarse para siempre de sus remotas colonizaciones lingüísticas -las “euskaldunizaciones tempranas” de las Tierras Altas de Soria, del Pirineo central y de las tierras medias del Ebro- y de facilitar a los romanos el pacífico acceso por su territorio a los corredores que conectaban Iberia con la Gallia a través de la gran barrera montana -base de una futura geoestrategia de altos vuelos, que implicaba tanto la definición del papel que iba a jugar la Cordillera Pirenaica como la materialización de la conquista de Aquitania-, el factor indígena de la “etnia colonial” tantas veces citada conservaría no solo su personalidad cispirenaica, pastoril y euskaldún sino un acceso garantizado a los pastizales y campos de cereal arrebatados por Marco Porcio Catón a los iacetanos y la promesa de un futuro contacto con los llaneros cantabrienses una vez que Roma consiguiera someter a los celtíberos que habían llegado al valle del Ebro en los últimos tiempos.
La parte euskaldún de la “etnia colonia” quedaba obligada -eso sí- a reconocer la primacía de Roma y a pagar impuestos una vez al año mediante la entrega de animales y la transferencia de una cierta fracción de la “iuventus” excedentaria, circunstancia que tenía tres ventajas para los nativos: excluía la presencia de funcionarios el resto del año -hecho que limitaba las posibilidades de una rápida romanización-, reducía significativamente el mercadeo de productos, vía mortal para la inoculación del latín, y la liberaba de tener que gestionar el tradicional superávit demográfico, que encontraba una descarga limpia y rápida en los ejércitos romanos.
Si a todo ello añadimos que la autorización de la creación de vías interiores y de sus connaturales “mansiones” intermontanas estaba escrupulosamente encaminada a no interferir la actividad pastoril -la vía «Pompelo/Oiasso/Lapurdum» transitaba por antiquísimos caminos indígenas y la vía «Ab Asturica Burdigalam» fue trazada por un corredor que no estaba catalogado como reserva pastoril- y que a la vertiente cismontana euskaldún le interesaba muy mucho por su organización vallejera una conexión pacífica con los euskoparlante de la vertiente trasmontana para poder concurrir sin temor al aprovechamiento de los pastizales de altura, podemos preguntarnos con cierto gracejo: ¿quién ganó en el trapicheo, David o Goliat?
En realidad, fue un buen negocio para las dos partes. Y lo demuestra el hecho fehaciente de que ninguna de ellas se decidiera a denunciar el acuerdo en el t medio milenio siguiente. Desde luego no perjudicó significativamente a los euskaldunes, pues, cuando el estado universal romano entró en quiebra y se escurrió de la historia, los montañeses se mantenían en pie, afincados en el mismo escenario y hablando su lengua de siempre. Tales fueron las principales virtualidades de la “etnia colonial”.