Las consideraciones vertidas por Paloma [29/11/2024, a las 22:03]: “El término vascónico no sería tan ambiguo si se entiende que los vascones originalmente fueron una etnia al oeste del Cinca y norte del Ebro que cedió posiciones al sur por el empuje celtibérico”] y por Xabier [06/12/2024, a las 08:38: “Aquí lo único claro es que en el triángulo norte de Soria, norte de Navarra y norte de Aragón hay algo peculiar a lo largo del tiempo” me han animado a recuperar el pulso del blog con la intención de contribuir en la medida de mis posibilidades al mejor conocimiento posible del pasado euskaldún, circunstancia que me impone rememorar algunas de las ideas que he vertido con anterioridad sobre las condiciones ecogeográficas y las dinámicas históricas que acompasaron el devenir de dichas gentes.
En nuestra opinión, el espacio máximo de supervivencia se ajustaba al formidable triángulo que prefiguran en el nordeste peninsular tres factores de diferente naturaleza: el espinazo del Pirineo -desde el cabo Higuer hasta el Parque Nacional de Ordesa-, el curso del río Oria (prolongado idealmente hasta la Tierra de Yanguas a través de la Sierra de Urbasa) y la diagonal imaginaria que enlaza las cumbres de la Ibérica con el nacedero del Cinca.
Dado que la mayor parte de los concurrentes de este blog conocen bien dicho escenario, me limitaré a destacar aquellos aspectos que considero más relevantes y operativos: por un lado, la potencia y entidad del factor montano, bien representado por los sistemas ibérico y pirenaico; por otro lado, la envergadura y dispersión del componente llanero, generado por el relativo encajamiento del curso del Ebro, y, finalmente, la complejidad y variedad de los ambientes serranos que, de norte a sur, se despliegan desde el Cantábrico guipuzcoano hasta el corazón de la Ibérica.
A niveles más ajustados, cabe rememorar tres aspectos contextuales más de dispar entidad: en primer término, la extrema aproximación de las Cordilleras Cantábrica e Ibérica en el portillo del Alto Ebro; en segundo lugar, el disciplinado alineamiento de gran parte de los valles y cursos de agua en torno al Ebro, aunque sin olvidar los que en la Navarra noroccidental y el País Vasco actual vierten aguas al Cantábrico; finalmente, el muy parecido diseño que adoptan las vertientes montanas que se miran en el gran valle, aunque configuradas por perfiles latitudinales harto diferentes entre sí: las Tierras Altas, complejas, frías y boscosas; las Tierras Medias, templadas, encajadas y diversificadas, y las Tierras Bajas, cálidas, llanas y cerealícolas.
Las problemáticas históricas abordadas con anterioridad hacen explicita alusión a tres aspectos concretos: el poblamiento, la socio-economía y la lengua de tales gentes. Así, he descrito con algún pormenor cómo accedieron sucesivamente al escenario en cuestión gentes de procedencia y catadura bien dispar: bandas de cazadores-recolectores paleolítico-mesolíticos; grupos neolíticos procedentes del Próximo Oriente, que he caracterizado como iberos; colectivos indoeuropeos que penetraron por los corredores marítimos de la barrera pirenaica y, en última instancia, los imperialistas romanos, que desembarcaron en Ampurias apenas dos centurias antes del nacimiento de Cristo.
De una u otra manera todas estas gentes dejaron huella de su paso. Los cazadores-recolectores, fuertemente condicionados por la movilidad de los animales y por la variación estacional de los productos de recolección, recorrieron sin descanso dicho escenario saltando de cueva en cueva y de abrigo en abrigo en régimen de propiedad colectiva, es decir, sin interferencias significativas respecto de la circulación por el espacio y de la captación de sus recursos.
En su condición de neolíticos, los iberos tuvieron que adaptarse desde el 5.000 a. C. a las exigencias que imponían a los animales y a las plantas las condiciones edafológicas y medioambientales, al tiempo que tomaban nota de que las Tierras Altas incentivaban la práctica ganadera en tanto que las Tierras Medias y las Tierras Bajas favorecían la actividad agrícola. En un tiempo prudencial, el trajín adaptativo dejó paso con gran naturalidad -tanto en los altos como en los bajos- a la adopción de un régimen de supervivencia más relajado, sustentado en la familia extensa o linaje, en la propiedad comunal y en la actividad agroganadera, modalidad de economía extensiva que primaba una de las dos actividades pero sin desdeñar la contribución de la alterna.
Cuando hacia el tres mil a. C. el modelo cobró cuerpo, los iberos neolíticos comenzaron a promover productos culturales altamente expresivos de la naturaleza y las oportunidades que brindaban sus respectivos escenarios de supervivencia: los megalitos en los altos montanos y los campos de hoyos en los bajos llaneros. Y dieron, además, refinadas muestras de inteligencia durante el II milenio anterior a nuestra era culminando el proceso de ajuste al espacio mediante la configuración de una modalidad nueva de organización social –la etnia aborigen-, ideada con la finalidad de corregir por vía colaborativa las carencias específicas de sus respectivas economías particulares. Así, los pastores de las Tierras Altas, acuciados por la necesidad, trabaron contacto por vía de reciprocidad y de parentesco con los cerealícultores de las Tierras Medias y Bajas, dando lugar a colectividades nativas de apoyo mutuo más de mil años antes de que los colonialistas romanos avistaran el gran surco vallejero del río Ebro.
No insistiré en la caracterización de la etnia aborigen. Lo hice en su momento y la Antropología histórica está atiborrada de ejemplos. Aunque no le perderé la pista, me interesa mucho más por el momento auparme a los altos y visualizar cómo se arreglaban los linajes pastoriles para solucionar uno de sus problemas capitales: conferir prestancia y estabilidad a la propiedad comunal.
Recurrentes aproximaciones a la localización de los megalitos parecen haber suscitado cierto consenso entre los expertos sobre algunas de sus características principales: omnipresencia en los ambientes montanos, posición eminente en el paisaje, estrecha vinculación al pastoreo y diferente prorrateo espacio-temporal según se trate de formatos de primera -dólmenes, menhires y túmulos, los más antiguos- o de segunda generación: cromlechs, los más modernos.
La eminencia ecogeográfica de no pocos de los conjuntos pétreos de primera generación no fue realmente otra cosa -a nuestro parecer- que el producto resultante de la fórmula que aplicaron los colectivos pastoriles para notificar a la generalidad de los concurrentes -propios y extraños, cercanos y lejanos- que los pastizales anejos se encontraban privatizados. La mera presencia de los ortostatos certificaba la propiedad de hecho y la envergadura de éstos y la existencia de enterramientos garantizaban la propiedad de derecho. En efecto, el empaque del conjunto ciclópeo informaba eficientemente a cualquier malintencionado sobre la entidad, el rango y la capacidad organizativa del colectivo humano que le había levantado. Y la potencia de dicha agrupación y la insidiosa e incansable vigilia de los difuntos hacían saber que la defensa de los pastizales era irrenunciable e imprescriptible. Propiedad comunal, pues, al completo: primero, de hecho, y, después, de derecho.
Respecto de la omnipresencia de los megalitos, es de reconocer que recubren la generalidad de los ambientes montanos del norte peninsular, aunque no en igual cuantía por todas partes. Y, si bien es previsible que su número vaya a experimentar un cierto crecimiento por todas partes en el futuro inmediato, va a resultar realmente difícil que ninguno de las territorios que integran el espacio que concita nuestra atención llegue a aproximarse a la extrema densidad que ha alcanzado en la actualidad el territorio integrado en la Comunidad Autónoma de Navarra. A decir verdad, la concurrencia de conjuntos ciclópeos en su seno es tan apabullante en comparación con la de los espacios circunvecinos que no puede por menos que inducir la idea de que el segmento montano cispirenaico occidental no era otra cosa que una auténtica potencia ganadera, pastoril, a comienzos del primer milenio anterior a nuestra era.
Para hacernos una idea rápida y precisa sobre la envergadura del patrimonio megalítico navarro apuntada líneas arriba, basta con activar el motor de localización de megalitos de Google Earth Pro. Números arriba o abajo, el patrimonio que dicho ingenio informático contabiliza a día de hoy en el seno de la Comunidad Foral de Navarra asciende a 1010 unidades, de las cuales 819 son de primera generación (426, dólmenes, 291 túmulos y 102 menhires) y 191 de segunda generación (cromlechs).
Se reparten de manera relativamente equitativa por el espacio montano de la vertiente de aguas al Cantábrico (451 unidades: 170 dólmenes, 88 túmulos, 62 menhires y 131 cromlechs) y de aguas al Ebro (559 unidades: 256 dólmenes, 203 túmulos, 40 menhires y 60 cromlechs). Cabe, de paso, subrayar -por las implicaciones históricas que pueda comportar- que, mientras los megalitos de primera generación se dispersan de forma relativamente indiscriminada por la generalidad del espacio montano, los de segunda o cromlechs se ajustan, más bien, a los tramos medio-altos de los valles que miran al Ebro o al Cantábrico.
Si la superficie de la Comunidad Foral de Navarra supera ligeramente los 10.000 kms2 y el segmento propiamente llanero -por lo general carente de monumentos líticos- asciende a poco más de 4.000 kms2, tendremos que el millar de megalitos contabilizados por el programa informático de referencia se dispersan por los 6.000 kms2 montanos restantes, circunstancia que arroja densidades inalcanzables para cualquier otra entidad geopolítica del norte peninsular. Aun aceptando que todavía no están todos los que son, no parece fuera de lugar concluir que el patrimonio megalítico de la Comunidad Foral de Navarra supera largamente la totalidad de los artefactos de dicha naturaleza que registran conjuntamente en la actualidad las convecinas Comunidades Autónomas de Aragón y del País Vasco. Se trata de un hecho verdaderamente relevante, al que parece obligado darle una explicación eficiente e intentar sacarle el jugo histórico que contiene.
Antes de proseguir este análisis, cabe activar algunas de las restantes ideas que he vertido en este blog: ‘EBZeko tupina’. LA OLLA DEL EUSKERA. Cantaber: 14/09/2024, a las 18:58, y Cantaber: 16/09/2024, a las 08:52.
• El territorio en cuestión fue colonizado por inmigrantes iberos desde el 5500 a. C. y la neolitización se concretó a la manera de una mancha de aceite, afectando tanto al espinazo pirenaico como a sus vertientes. Por lo general, el contacto con los aborígenes llaneros fue benévolo, aunque no tanto con los cazadores-recolectores montanos, pues la presencia de rebaños incrementó las rapiñas.
• Los iberos se adaptaron a los condiciones de la zona dando vida a una economía extensiva de dominancia ganadera en los altos pirenaicos y de dominancia agrícola en los ambientes vallejeros del Garona y del Ebro. La gestión corrió a cargo del “linaje agroganadero”, colectivo de emparentados arcaicos que atendía las necesidades alimentarias ya con sobredominio de la agricultura, ya de la ganadería, circunstancia que no excluía la alterna, que. sin embargo. quedaba en posición subsidiaria.
• La adaptación al medio, habitual entre los humanos, afectó de tal manera a la lengua de los iberos neolíticos que dos milenios después la dominancia ganadera había deparado en el espinazo pirenaico una variante con personalidad propia, el “euskara”, y la dominancia agrícola, dos modalidades diferenciadas en las vertientes: el “aquitano” al norte y el “ibero cantabriense” al sur.
• La solución de las carencias que deparaba la especialización económica impuso desde el segundo milenio la creación por vía de pacto y de parentesco de una modalidad nueva de organización de la supervivencia, la “etnia aborigen”. Los pirenaicos y los cantabrienses aunaron intereses en el espacio que media entre la línea de cumbres del Pirineo, el curso del Ebro, la Cordillera Ibérica y el “Aragus flumen”.
• En plena expansión de las etnias, penetró en el valle del Ebro la segunda oleada de inmigrantes foráneos, integrada en esta oportunidad por colectivos indoeuropeos. Accedieron en dos fases: la más antigua por el corredor atlántico y la más reciente por el borde mediterráneo. La primera afectó a la “etnia aborigen” que centra nuestra atención por dos flancos, el occidental y el meridional, aunque de manera relativamente colateral.
La inusitada concentración de megalitos que hemos detectado en Navarra a uno y otro lado de la divisoria de aguas -que inevitablemente evoca la existencia de miles de animales-, se alza como la pista fundamental que da sentido y razón a la configuración de una “etnia aborigen” entre los euskaldunes de los altos y los iberos cantabrienses de los bajos, pues aquéllos no solo necesitaban espacios adecuados para garantizar la invernada de sus rebaños sino un acceso fiable a los cereales, aspecto este último que difícilmente podía cubrir con eficiencia el andén oceánico.
A tenor de lo que sabemos sobre el comportamiento de los primitivos actuales en circunstancias de similar tenor, no parece fuera de lugar atribuir a dicha “etnia aborigen” la promoción por vía de pacto de una variada serie de concertaciones reciprocitarias en cuestiones de economía, de defensa mutua, de gestión de matrimonios y de reciclaje de excedentarios, especialmente de los jóvenes que periódicamente sobraban en un espacio tan apretado como concurrido.
A nuestro parecer, mientras pervivió como tal -es decir, hasta finales de la Edad del Bronce-, la “etnia aborigen” de referencia puso en práctica dos modalidades de segmentación para gestionar la problemática demográfica: una grupal -hacia el Pirineo centro-oriental y las Tierras Altas de Soria- y otra individual, bien por vía de mercenariato o de implicación en el ver sacrum, bien por desalojo hacia los espacios cerealícolas de las tierras medias y bajas. La primera de las dos modalidades comportaba una auténtica expansión territorial por vía de trashumancia sin retorno, jalonada en esta fase expansiva por un reguero de megalitos.
No tenemos la más mínima restricción en proponer la vertiente meridional del Pirineo occidental, a uno y otro lado de la divisoria de aguas entre el Cantábrico y el Ebro, como el espacio de supervivencia inmemorial -la Urhreimat peninsular- de los euskaldunes, ni de considerar una auténtica Edad de Oro la fase de segmentación demográfica de dichas gentes por vía pastoril hacia los parajes localizados a oriente del Somport y hacia las Tierras Altas de Soria.
En relación con algunas de las proposiciones que he adelantado líneas arriba, cabe realizar diversas puntualizaciones:
• La hipótesis de la neolitización del territorio que centra nuestra atención por iniciativa de los iberos no es nueva en absoluto y, en el estado actual de nuestros conocimientos, tiene tantas posibilidades de ser la buena como las restantes concurrentes.
• La hipótesis de la diversificación en el tiempo de una lengua en variantes dotadas de personalidad propia por efecto directo de las condiciones de vida de sus hablantes no es nueva. En nuestro caso, el “vascoiberismo” sigue manteniendo el tipo y justo ahora mismo la paleohispanística parece estar entrando en un estimulante proceso de reflexión al respecto.
• La construcción de una “etnia aborigen” en función de los intereses de las partes contratantes -en este caso entre pastores eukaldunes y cerealicultores iberocantabrienses- no desentona en absoluto con la conformación de las numerosas etnias que cristalizaron en la Península Ibérica antes del primer milenio anterior a nuestra era por convergencia de montañeses y llaneros. Entendemos aquí por “etnia aborigen” aquella entidad organizativa de la supervivencia humana cuyos elementos constitutivos son “un nombre propio, un mito de origen, una historia y una cultura compartida, una asociación con un territorio específico y un sentido de solidaridad colectiva”.
• La denominación de dicha “etnia aborigen” o fue muy temprana -si para designarla se utilizó el apelativo ibérico “ba(ŕ)śkunes”- o relativamente tardía, si se empleó el apelativo celtibérico “ba(r)skunez”. Los romanos construirían tiempo después una “etnia colonial” reconfigurando el territorio y latinizando la locución: “vascones”.
• La “urheimat” remota de las gentes que integraron dicha etnia fue la Iberia del Cáucaso y la cercana, la barrera pirenaica y los valles circundantes. La “urheimat” peninsular del euskara se sitúa en el sector montano de Navarra que concentra el ingente patrimonio megalítico tantas veces referenciado.
• La economía pastoril condicionó de manera indeleble la evolución del euskara hasta la segunda mitad del siglo VI y fue la responsable de los dos grandes movimientos expansivos que protagonizó: las euskaldunizaciones tempranas (por acción interna) y la euskaldunización tardía (por presión externa).
Denominamos “euskaldunizaciones tempranas” tanto a las dinámicas como a los efectos que tuvieron en la difusión del euskara los movimientos expansivos que protagonizaron durante la prehistoria avanzada los pastores del espacio montano navarro con la finalidad primordial de modular las presiones que les endosaba el desarrollo demográfico. Para lograrlo, siguieron las pautas comportamentales inherentes a dicha práctica económica: la oleada de avance y la dispersión individual de los sobrantes. Se excluyen de esta contabilidad, por su diferente naturaleza, las trashumancias cíclicas que efectuaron los pastores de referencia para garantizar la invernada de los animales, actividad que jugó, a nuestro parecer, un papel fundamental en la configuración de la “etnia aborigen” tantas veces citada.
Dos fueron las oleadas en cuestión. Por un lado, la que promovieron los pastores de aguas al Cantábrico en sendas direcciones: una hacia poniente, hacia la costa, que se detuvo justo allí donde cedían las condiciones favorables al pastoreo, denotadas por la línea de megalitos de primera generación plantados a levante del Leizarán y, en general, del curso del río Oria; otra hacia el sur/suroeste, que, tras poner pie en las plataformas pecuarias de Aralar, Andía y Urbasa, desbordó el portillo del Alto Ebro y, de forma cada vez más tenue, se aupó a las Tierras Altas de la Ibérica, visibilizada por el correspondiente reguero de megalitos.
Por otro lado, la oleada que emprendieron hacia levante por razones igualmente demográficas los pastores del tramo navarro de aguas al Ebro. Aunque menos voluminosa y contundente en su conjunto, esta oleada progresó de valle en valle con cierta potencia hasta las inmediaciones del “Aragus flumen” (el Aragón Subordán) y, de forma crecientemente más laxa, hasta el valle de Arán.
Antes y después y entre una y otra oleada, los pastores desalojaron sobrantes de forma individualizada, cuyo destino habitual fueron las tierras medias y llanas del espacio que media entre el curso del Oria a poniente y el del Gállego a levante.
De la lengua vernácula de estas gentes ignoramos todo durante milenios y lo primordial que sabemos de ella se detecta hacia el cambio de era en las terminales ecogeográficas de las mencionadas “euskaldunizaciones tempranas”: las Tierras Altas de Soria, el entorno montano de Lugdunum Convenarum y ciertos parajes salteados de las tierras medias y llanas del valle del Ebro.
En un contexto tan complejo como este, encaja perfectamente la pregunta crucial: ¿ cómo evolucionó durante el primer milenio antes de Cristo el panorama histórico que acabamos de perfilar para el milenio precedente ? Para contestarla en todos sus matices, nos parece procedente despiezar la cuestión general en tres interrogantes parciales, sectoriales: ¿ cómo evolucionó la etnia aborigen ?, ¿ cómo evolucionó el pastoreo ? y ¿ cómo evolucionó el euskara ?
Respecto de la primera cuestión, ya hemos adelantado en este blog que la “etnia aborigen” fue severamente devaluada por la incidencia más o menos conjugada de dos factores agresivos muy potentes: uno externo y otro interno. El primero hace referencia a la entrada de los indoeuropeos al valle del Ebro. Unos de los colectivos indoeuropeos que accedió por el corredor atlántico -los várdulos- contribuyó a enclavar definitivamente a los nativos euskaldunes en su castillo pastoril un milenio antes de Cristo al ajustar su frontera oriental a la línea de megalitos que se extendía en ligera diagonal desde el Cabo Higuer hasta el Toloño. De los indoeuropeos que penetraron algo después por el corredor mediterráneo y ascendieron a contracorriente el valle del Ebro, los berones cortaron para siempre las vinculaciones de los pastores euskaldunes con las Tierras Altas de Soria al insertarse en el pasillo del Alto Ebro y los belos, titos y lusones enredaron la atribución territorial de ciertos parajes meridionales.
El factor interno arriba mencionado hace referencia al cuarteamiento que provocó la dispar evolución que experimentaron los segmentos que integraban la entidad aborigen y, más en concreto, por el importante salto hacia adelante que dieron durante el Bronce Final y la Iª Edad del Hierro (1300 – 450 a. C.) las inquilinos de las tierras medias y bajas. No descenderé a los detalles porque ya fueron desgranados a su debido tiempo. Lo relevante del desenlace fue que los iberos cantabrienses se descolgaron para siempre de los pastores euskaldunes al entrar en una dinámica evolutiva nueva, que pivotaba sobre el agropecuarismo, la familia nuclear, el urbanismo, el asamblearismo, etc., etc.
En virtud de la poderosa incidencia de uno y otro factor, al término de este doble y conjugado proceso la vieja “etnia aborigen” apenas era ya otra cosa a mediados del siglo IV a. C. -es decir, a comienzos de la IIª Edad del Hierro- que un montón de escombros, pues, si la trayectoria histórica de los espacios abiertos había experimentado un profundo revolcón evolutivo de signo positivo, que cambió su faz para siempre, la ruptura de los milenarios lazos de solidaridad y de apoyo mutuo concertados con los cerealícolas del centrosur suscitó entre los euskaldunes una reacción adaptativa, que provocó en las tierras altas modificaciones significativas.
Para abordar la respuesta a la segunda cuestión sectorial arriba suscitada -¿cómo evolucionó el pastoreo?-, parece procedente señalar que en lo concerniente a las nociones de “ager” y de “saltus” ya está todo dicho y razonado. Y, según los casos, muy bien dicho y razonado. Pero aquí seguiremos haciendo caso a las apreciaciones de Elio Gallo, Varrón y Ulpiano, que parecen converger en una misma definición: “saltus est ubi silvae et pastiones sunt”. Y, puesto que los milenarios ambientes megalíticos continuaban sobreabundando en bovinos, vacunos y porcinos, consideramos pertinente -pese a todo lo que se ha escrito sobre dichas voces- mantener la vela afirmándonos en la idea de que los euskaldunes mantenían la práctica del pastoreo en el “saltus” a comienzos de la IIª Edad del Hierro, aunque que ya no de la misma manera.
Hemos apuntado líneas arriba cómo la ruptura de la etnia obligó a estas gentes a reprogramar el modelo de subsistencia en un contexto en que el creciente aislamiento que les endosaba la expansión general de las tierras medias y bajas les arrastraba a replegarse sobre las serranías y a acentuar su enclavamiento. El incremento de las dificultades para concertar las trashumancias con los llaneros, les inclinó finalmente a echar mano de la alternativa interna que representaban las trasterminancias de valle, es decir, la sabia concertación del aprovechamiento alternante de los bajos y de los altos.
En la práctica, este giro adaptativo cambió por completo la vida de los euskaldunes. No solo disminuyeron los animales en su conjunto por el ajuste a los ambientes vallejeros, sino que dio un paso al frente la sedentarización con la aparición de poblados formalizados en los tramos bajos, creció porcentualmente la contribución de la agricultura a la supervivencia y sufrió un auténtico revolcón la organización interna para gestionar los nuevos retos y experiencias. La humanidad euskaldún acababa de entrar en los prolegómenos de una modalidad organizativa de nueva planta, la “comunidad de valle, y en un grado de reglamentación de las condiciones de supervivencia totalmente desconocido para ellos hasta esas fechas.
Los cambios afectaron de manera radical la vida de los montañeses. Hasta la “propiedad comunal” inició un proceso de cambio pautado en el que, mientras la propiedad de derecho parecía aferrase a ella, al menos nominalmente, la propiedad de hecho daba pasos crecientes hacia una modalidad diferente: la “propiedad quiritaria”. Para denotar esta configuración propietaria de nuevo cuño en un espacio cada vez mejor conocido y delimitado, no solo sobraba ya la parafernalia ciclópea y cementerial de los megalitos sino que bastaba con el modesto señalamiento que procuraban los cromlechs, -tumulares o no-, convertidos en poco más que piedras cenizales o mojones centrales de sel (haustarri).
Antes de responder la última interrogante sobre la situación de los pastores navarros en el milenio anterior a nuestra era -¿cómo evolucionó el euskara?-, puede tener interés repentizar y poner en batería la información que consiguieron recabar los geógrafos e historiadores grecorromanos sobre la fachada meridional del Pirineo occidental en torno al cambio de era.
De los datos que nos han llegado se infiere que los parajes centrales eran perfectamente habitables, articulados en valles bien demarcados y mayormente ocupados por iberos cerretanos, que sacaban adelante su existencia como aventajados pastores de ganado porcino (Estrabón). En esas mismas latitudes, pero más escorados hacia poniente, residían los iacetanos, que, como “deviam et silvestrem gentem”, habían peleado contra Marco Porcio Catón por el control de su bastión defensivo: el “oppidum” de “Iakka” (Tito Livio). Finalmente, en el extremo occidental, habitaba la etnia de los vascones, cuyo espacio de supervivencia pasaba por configurar un “saltus” antonomásico, plagado de bosques y pastizales, que se alargaba hasta el cabo Higuer, en la costa oceánica (Estrabón y Plinio el Viejo).
Cualquiera diría a tenor de estos datos que el modo arcaico de vida de los inquilinos de la vertiente meridional del Pirineo occidental se había mantenido tal cual hasta las mismísimas vísperas del cambio de era.
Por lo demás, al margen del conflicto con los iacetanos, acometidos por los romanos con el manido argumento de haber atacado previamente a sus aliados -en este caso los llaneros suessetanos-, no parece que los vascones entraran en colisión con la potencia colonial, aunque a ésta le sobraban los motivos para ello, pues muchos jóvenes nativos se habían alistado en el ejército de Aníbal y nadie había obstaculizado el paso de Asdrúbal a la Galla por el corredor atlántico. Contra pronóstico, Roma aplicó esta vez la diplomacia para conseguir dos de sus grandes expectativas: conectar el valle del Ebro con el Atlántico y controlar los pasos occidentales pirenaicos, razón principal de su presencia en Iberia.
En fin, dado que Estrabón distingue y separa claramente en su descripción a los iacetanos de los vascones -circunstancia que, a nuestro parecer, excluye cualquier alusión a la “etnia colonial”-, sugerimos que el empleo que hace de la noción de etnia para caracterizar a este último colectivo no puede ser otra cosa que una evocación literaria de la antañona naturaleza de la “etnia aborigen”.
Finalmente, sobre la evolución histórica de la lengua -última cuestión arriba planteada- haremos una tajante distinción entre el devenir de la conectada a las “euskaldunizaciones tempranas” y el de la afincada en las profundidades del “saltus”.
Respecto de la evolución de aquélla, cabe hacer dos apreciaciones distintas: por un lado, que logró vivir lo suficiente como para quedar petrificada para siempre en algunos epígrafes de épocas tardorrepublicana y altoimperial y, por otro lado, que desapareció de la realidad arrasada por el latín antes de del hundimiento del estado universal. Tal fue el devenir del euskara en el entorno de Lugdunum Convenarum, de las Tierras Altas de Soria y de las llanadas del valle del Ebro. No rememoraremos aquí los procesos que condujeron a tamaño desenlace porque el lector puede rastrearlos fácilmente en las entradas que preceden a esta.
Respecto del corazón del “saltus” sabemos tres cosas seguras en torno al cambio de era: que estaba habitado, que sus inquilinos eran pastores y que indudablemente hablaban una lengua. Contamos con algunos indicios sobre la naturaleza de esta: el primero, muy críptico, gravado en la bocana de la mina de Lanz; el segundo -relativo a las cecas de uTambaate y oTtikes- asociado al borde meridional de las tierras altas y el tercero y el cuarto -respectivamente la lápida de Lerga y la Mano de Irulegui- tan pegados al “saltus” que cabe interpretarles como un destilado del mismo hacia las tierras medias. Los expertos debaten si cabe conceptuar tales indicios como vascónico o poaleoeuskera.
En tal estado de cosas, no cabe por menos que reconocer paladinamente el endeble soporte de nuestra fundamentación empírica e intentar buscarle una explicación. Tras darle no pocas vueltas, sugerimos que guarda una estrecha relación directa con la convergencia de cuatro circunstancias adversas: la limitada atención que han prestado al “saltus” las ciencias y técnicas historiográficas, el tenor ágrafo de la práctica totalidad de los “saltuarii”, la limitada curiosidad que ha suscitado el conocimiento de dicho escenario entre terceros externos y la propia idiosincrasia de la cultura pastoril.
Para aquilatar la personalidad de la sociedad pastoril tantas veces citada y del papel que habría de cumplir en la preservación de su lengua vernácula es preciso rememorar sucintamente la incidencia que tuvieron en ella todos y cada uno de los cuatro grandes acontecimientos que la percutieron en los últimos milenios: la entrada de los indoeuropeos encuadró férreamente su espacio de supervivencia por occidente y por el sur; la desarticulación de la “etnia aborigen” en el decurso del Bronce Final la separó radicalmente del espacio cerealícola cantabriense; la reorganización interna en “comunidades de valle” a partir de la Iª Edad del Hierro la reintegró definitivamente al “saltus” y la superposición de Roma en vísperas del cambio de era convalidó por varios siglos su dinámica de repliegue hacia las anfractuosidades.
De todo esto cabe entresacar tres conclusiones de porte mayor sobre la dinámica histórica de la “urheimat” euskaldún: en primer lugar, que nunca fue sometida de forma virulenta ni experimentó ningún descoyuntamiento interno; en segundo lugar, que supo adaptarse por sí misma a las exigencias del desarrollo material y social cambiando por dos veces la forma de producir -del nomadeo a la trashumancia y de ésta a la trasterminancia- pero manteniendo férreamente la producción; finalmente, que Roma contribuyó a consolidar su situación hacia el cambio de era al concederle carta de naturaleza al espacio de subsistencia, a su lengua inmemorial y a su última mutación organizativa interna.
Llegados aquí, para cerrar esta mi segunda contribución al mejor conocimiento posible de la trayectoria del mundo euskaldún, centraré la atención en aquel factor operativo que, a mi parecer, cumplió un papel determinante en la preservación de su idiosincrasia y de su lengua por encima y más allá de Roma: la organización en “comunidades de valle”. No se trata de una entelequia académica sino de la última modalidad posible de adaptación de la economía arcaica pastoril a situaciones de enclavamiento espacial.