Para poder funcionar con un mínimo de claridad, me parece obligado intentar despejar la maraña de situaciones que concurría en el Pirineo occidental y aledaños en torno al momento en que se produjo la detonación que arrastró a una fracción de los euskaldunes hasta la depresión vasca: presencia de francos en Cantabria, configuración del Ducado de Cantabria, movimientos de los bagaudas, actuación de los rusticani, cristalización de las reihengräberfelder, expedición de los reyes merovingios el año 541, etc.
Vayamos por partes, según mi leal saber y entender. Hay un fragmento del Fredegario que es importante desbrozar para comenzar a aclarar un tanto el estado de cosas: “Sed cum a parte imperiae fuerat Cantabria revocata a Gothis, ut super legetur, preoccupatur”. Del tenor del texto, se desprende, a mi entender, que, cuando los visigodos sustrajeron Cantabria al Imperio, el dux Francio tomó precauciones, es decir, se retiró de sus posiciones. O sea, que el año 574, momento en el que Leovigildo sometió la Cantabria cismontana (con capital en Amaya) tras vencer a los “pervassores provinciae”, el dux Francio, que ya llevaba “multo tempore” tributando en la costa a los francos -Asturias de Santillana, Trasmiera y Sopuerta-, dejó el campo libre y retornó a la Gallia. Se trataba de una opción sumamente congruente con el nuevo estado de cosas porque la presencia de los visigodos a sus espaldas -es decir, en el somontano cantábrico- era demasiado peligrosa para cualquier poder plantado en el andén oceánico.
Lo realmente importante al caso que nos ocupa es el alcance de la expresión “multo tempore”, cuyo comienzo yo remontaría al menos a finales del siglo V, tal vez por efecto de las revueltas andanzas de Eurico a uno y otro lado de la barrera pirenaica. A mi parecer, el episodio que describe el Fredegario es digno de confianza pero debe ser abiertamente desconectado del resto de acontecimientos y también, por tanto, de cualquier posible incidencia en la “detonación” arriba mencionada.
Antes de proseguir la tarea de aclarar los procesos históricos que rodearon la remoción de una parte significativa de los vascones, conviene determinar por qué el dux Francio pudo afincarse con tanta facilidad en la Cantabria litoral hacia finales del siglo V. A tal efecto, cabe recordar dos cosas: de un lado, que Diocleciano desmochó a comienzos del siglo IV la parte septentrional del Conventus Cluniensis, repartiéndola por mitades entre la Provincia Gallaecia (el territorio de los cántabros) y la Provincia Tarraconensis (los territorios de los autrigones, caristios y várdulos); de otro lado, que los suevos se mostraron repetidamente incapaces de controlar el espacio cántabro que acababan de recibir por la obstinada oposición de los ruccones a las campañas de los reyes Miro y Teodimiro.
Esta impotencia de los suevos y el desalojo de los vándalos asdingos del noroeste peninsular dejaron a Cantabria en un inusitado limbo geopolítico desde comienzos del siglo V. Aprovechando tan favorable coyuntura, dicho escenario se convirtió en un espacio apetecible: el dux Francio se apropió del segmento litoral y los pervasores provinciae se adueñaron del somontano. Convertida, finalmente, la situación de la provincia en un serio problema geopolítico para los visigodos, Leovigildo atacó y sometió la cismontana el 574, asustando lo suficiente al dux Francio como para que abandonara el litoral.
El reintegro de la costa del centro-norte peninsular al reino hispanogodo fue realizado el año 613 por el monarca Sisebuto, azuzado por el hecho de que acababan de sublevarse los astures oceánicos, integrados por Leovigildo en el reino hispanogodo el año 585 en el marco del Suevorum Regnum. Para acabar de una vez por todas con tamaño revuelo costero, Sisebuto decidió construir una flota y atacar por mar. Venció a los astures rebellantes, sometió a los ruccones bajo la égida del general Suinthila e incorporó al reino la abandonada Cantabria litoral hasta las inmediaciones del Asón.
En su incontenible ímpetu militar, el monarca se abalanzó sobre la fachada oceánica y, emborrachado por el éxito, creyó vislumbrar poéticamente en el espinazo de la Cordillera la espantosa geta del cantaber horrens y del nivosus vasco, sometidos, sin embargo, ya por Leovigildo respectivamente los años 574 y 581.
Tras el éxito, Sisebuto tomó decisiones: por un lado, vinculó a los astures para siempre el territorio de los ruccones -es decir, la Cantabria inmemorial localizada a poniente del Sella-, sentando con ello las bases de un inminente Ducatus Asturicensis; por otro lado, otorgó nueva personalidad institucional a la Cantabria inmemorial que restaba, la que mediaba entre el Asón y el Sella, a la que probablemente adjuntó el territorio autrigón, poniendo así los fundamentos de un inminente Ducatus Cantabriae.
Nada de todo esto tuvo que ver, sin embargo, con la creación de ningún Ducatus Vasconiae, que nunca existió, si no -a lo más- con la configuración de un Comitatus Vasconiae, que, a la llegada del Islam, gestionaba un tal Casius, qumis al-tagr.
La conocida cita sobre los kantabroi koniskoi como convecinos de los berones, el imponente sobredominio paisajístico de la Sierra de Cantabria sobre un entorno meándrico tan amplio y la mención de unas denominadas civitates cantabrienses en la documentación medieval de Navarra han dado pie a imaginar la existencia en época tardovisigoda de un Ducatus Cantabriae que se extendía desde el curso del Deva astur hasta el Gallicus flumen, englobando tanto la Cantabria y la Autrigonia clásicas como los territorios de los várdulos, caristios, vascones, iacetanos y berones. Por cierto, cabe sustituir con gran provecho en mi último escrito [Cantaber: 05/10/2024, a las 09:16] el apelativo Sella por Deva, el Deva astur.
A nuestro parecer, un Ducatus de ese empaque no existió jamás. Sugerimos al respecto que tanto el topónimo Sierra de Cantabria como el apelativo civitates cantabrienses hacen referencia únicamente a los espacios y aglomeraciones del Ebro medio y de ninguna manera a los territorios canónicos de los cántabros y autrigones. Al expansionarse ulteriormente los navarros por los espacios ribereños se encontraron con que desconocían su denominación y recurrieron al curso del Iber -el antonomásico río cantabriense- para conferirles un nombre.
No hubo, pues, un Ducatus Cantabriae. Pero sí existió, en su lugar, un Comitatus Vasconiae, del cual conocemos dos cosas: de un lado, el nombre de su último titular, Casius, que islamizó ante el califa de Damasco el 714 y concertó con los Omeyas un pacto de wala; de otro lado, su condición de qumis al-tagr, es decir, de titular de un condado fronterizo. Esto último nos permite sugerir que su ámbito de gestión se extendía hasta aquel punto del espinazo pirenaico que separaba a los visigodos de los merovingios o -si se quiere- a los vascones peninsulares de los wascones continentales.
Dado que el tal Casius se convirtió en el epónimo de la dawla banuqasi, hemos de buscar en los desdibujados dominios iniciales de esta familia muladí los restos del antiguo Comitatus Vasconiae, fundado en fechas tardías con la doble finalidad de determinar la divisoria pirenaica del reino visigodo y de operar como un frontón protector contra las recurrentes penetraciones de los merovingios y de otras gentes en el valle del Ebro. A nuestro parecer, dicha circunscripción englobó -mientras pervivió- los territorios de los várdulos, caristios, berones, vascones y iacetanos. De hecho, intuimos que el pacto que concertó Casius con el Islam por intermediación de Muza ibn Nusayr se formalizó en Sekkia, antigua aglomeración de los iakketanos.
En vísperas, pues, de la penetración del Islam en Hispania, el muy extenso horizonte latitudinal encuadrado por los ríos Eo y Gállego estaba administrativamente articulado en dos ducados -el Ducatus Asturicensis (entre el Eo y el Deva astur) y el Ducatus Cantabriae (entre el Deva astur y el Nervión)- y en un condado: el Comitatus Vasconiae (entre el Nervión y el mencionado Gállego).
Aunque alcanzó cotas muy elevadas de tensión por momentos, el tumulto de los bagaudas apenas duró tres lustros, exactamente el tiempo que media entre los años 441 y 454. Nada se sabe de ellos por delante ni tampoco por detrás. Tan es así que su paroxismo apenas era ya otra cosa que un mal recuerdo por el tiempo en que el dux Vincentius gobernaba con cierta apacibilidad la Tarraconensis y el colegio episcopal de la provincia luchaba a brazo partido con los deslices canónicos de Silvano de Calahorra.
El radio de acción de dichas gentes fue siempre el valle del Ebro y, más concretamente, el triángulo que formaban Arakaeli, Tirasona y Caesaraugusta. Coincidía expresamente dicho escenario con las tierras medias y bajas del gran valle, es decir, con aquellos espacios que desde la Iª Edad del Hierro (750 – 350 a. C.) conocían el agropecuarismo, la familia nuclear y las aglomeraciones urbanas. Una parte significativa de los rebeldes podía remontar sus orígenes remotos al segmento llanero -el ager- de la “etnia aborigen” de los vascones y muchos estaban encuadrados todavía en el marco territorial de la “etnia colonial” vascona de los romanos. Pero ninguno de ellos hablaba euskara. Vascones, sí, pero no euskaldunes.
Por su catadura personal, la exacerbación de sus actos, la duración del arrebato y el radio de acción, no hay manera de imaginar otra cosa para calificar el levantamiento de los bagaudas que el de una revuelta campesina, excepcionalmente expresiva -eso sí- de las miserables condiciones en que se desenvolvía la vida de los rústicos en los espacios abiertos a finales del Imperio Romano. Llegados a un punto insoportable de pauperización porque la política fiscal ponía en cuestión la alimentación de la familia y hasta la semilla de la siembra, no pocos integrantes de la pequeña explotación agropecuaria familiar apenas encontraron otra salida para sobrevivir que el abandono del terruño y la rapiña como forma de vida.
En un estado tal de exacerbación, los desclasados no renunciaron al asalto en masa de algunas civitates y la rapiña sistemática de ciertas villae. Su limitada capacitación bélica les obligaba a coaligarse y a aceptar el caudillaje de los más osados o de aquellos personajes cualificados -militares o no- que les garantizaran una mínima coordinación. En la lucha por la supervivencia la colaboración con latrocinantes o con bárbaros era una alternativa más y los bagaudas no podían poner límites a nada que la favoreciera.
Las raíces de tamaña distonía social no tenían nada que ver con las serranías ni con el pastoreo, sino, más bien, con las tierras medias y bajas y con el agropecuarismo. Los datos lo demuestran. El tumulto no sobrepasó nunca las latitudes que marcaban la Llanada Alavesa, la Burunda, la Sakana, el Arakil y la Canal de Berdún, espacios de pequeña producción desde la Iª Edad del Hierro. No hay prueba tampoco de que los bagaudas -vulgarismo de vaccantes, vagabundos- llegaran a implicar en sus desmanes a los soldados-campesinos de las mansiones intermontanas y de los surcos vallejeros intrapirenaicos, pues nada tenían en común con ellos, ya que dichos soldados sobrevivían en lo esencial de las pagas del Estado, ajenos -al menos por el momento- a los problemas de los rústicos.
Como era de esperar, la bagaudia campesina que se alzó el año 443 en el territorium aracellitanum ni se planteó la posibilidad de rapiñar los recursos de los serranos, sino que muy pronto orientó sus movimientos hacia el sur, hacia los espacios abiertos, asociándose el año 449 a los suevos para asaltar Turiaso, donde dieron muerte al obispo León en su propia cátedra.
En cualquier caso, estaba claro que el paroxismo no podía prolongarse. Ni los poderes constituidos ni el propio campesinado estaban por soportarlo porque la rapiña y los destrozos se volvían contra todos. De hecho, en apenas tres lustros el arrebato se desinfló y se escurrió sin dejar huella significativa.
Seguimos en el intento de perfilar las circunstancias históricas que determinaron el desalojo y ulterior reciclaje en la depresión vasca de un cierto segmento de los euskaldunes que habitaban la vertiente meridional del Pirineo occidental.
Nos parece claro que los bagaudas no pudieron jugar papel alguno al respecto, no solo por su idiosincrasia y peculiar problemática, sino porque su revuelta se circunscribió en lo esencial a los espacios abiertos y fue muy anterior en el tiempo (441-454). Tampoco cabe vincular la detonación de referencia a la presencia del dux Francio en la vertiente oceánica de Cantabria (470-574), pues respondía a dinámicas ajenas a los pirenaicos occidentales. En fin, la formalización del Comitatus Vasconiae no puede aclarar nada porque tuvo que ser posterior al poderoso ataque que capitaneó Suinthila el año 621 contra los vascones que rapiñaban los espacios abiertos del valle del Ebro para sobrevivir. En congruencia con estos acotamientos, las fechas hasta ahora manejadas apenas pueden funcionar de otra manera que como indicadores provisionales de la horquilla cronológica en que debió enmarcarse el acontecimiento de referencia.
En los últimos tiempos, se han incorporado al fondo explicativo los rusticani, soldados/campesinos que, desde época tardoimperial, quedaron implicados en la defensa del Imperio. Lo que se sabe de ellos en nuestro escenario es muy poco: que el año 407 frenaron la caballería de los suevos, vándalos y alanos en los desfiladeros pirenaicos y que el 409 fueron relevados de dicha función por Valente y Geroncio en beneficio de los honoriacos, circunstancia que dio pie a la entrada de los bárbaros en Hispania. Lo que sabemos sobre ellos en otros escenarios del Imperio -bajo la denominación general de saltuarii- es que corrían con la responsabilidad de controlar las andanzas de bandoleros y de contingentes armados por valles y desfiladeros en contrapartida a la recepción de ciertas pagas y algunos terrazgos.
Por lo general, la concertación en una misma persona de la condición de soldado y de pequeño productor era extremadamente precaria, pues tales actividades se contraponían, deparando siempre mediocres soldados y mediocres productores. Podían ser fieles y resultar útiles para tapar agujeros -frenando, por ejemplo, una partida de jinetes bárbaros en los desfiladeros, único escenario donde eran realmente operativos-, pero su limitada solvencia militar les hacía prescindibles en cualquier momento. Se trataba de formaciones irregulares de dudosa capacitación, en general mal pertrechadas, que, por su condición, quedaban abocadas a una romanización y latinización integrales. Difícilmente puede verse en ellos a los apóstoles difusores de una lengua vernácula como el euskara, de la que tenían que prescindir nada más implicarse en la administración romana.
Periclitados hacía tiempo en nuestro escenario los legionarii y aventados recientemente los limitanei de Iulióbriga, Veleia y Lapurdum, los fieles rusticani del 407 fueron sustituidos sin solución de continuidad por los nuevos “soldados” del Imperio -los mercenarios bárbaros-, que, al ocupar su lugar, les despojaron de su razón de ser y precipitaron su disolución. Por lo demás, ¿qué sentido podía tener mantener en el tajo a los rusticani cuando los visigodos del reino de Tolosa entraban y salían libremente por los pasos pirenaicos a mediados del siglo V con la bendición del Imperio para intentar poner fin en Hispania a las correrías de suevos y vándalos?
Qué duda cabe que los historiadores somos cautivos y deudores de nuestras intuiciones y que éstas son legítimas en la misma medida en que tratan de salvar con hipótesis responsables las deficiencias e insuficiencias de la empiria. Pero esto ni constituye un desafuero ni es exclusivo de las ciencias humanas. Algunos científicos consagrados han valorado la imaginación como un mecanismo excepcional de acceso al conocimiento y es bien sabido que el baúl de los recuerdos de las ciencias de la naturaleza está tanto o más repleto de hipótesis arrumbadas que el baúl de los historiadores y lingüistas. Algún día la sabiduría de otros y los progresos de las ciencias auxiliares darán y quitarán razones científicas, si tal es lo que se persigue con las investigaciones históricas.
Retomando la cuestión del desbrozamiento de los posibles agentes que intervinieron en el desplazamiento de los euskaldunes hacia la depresión vasca, corresponde perfilar ahora el papel que jugó en “mi historia de los euskoparlantes” la cuenca de Pamplona, es decir la civitas y su territorium. Ya señalé desde el momento mismo en que intervine en este blog que dicha cuenca se localiza en lo que denomino tierras medias o -si se quiere- en el segmento latitudinal más septentrional del “ager vasconum”, circunstancia que implica que accedió en el transcurso de la Iª Edad del Hierro (750-350 a. C.) al agropecuarismo, es decir, al novedoso y explosivo pack que conformaban la familia nuclear y una agricultura/ganadería paritaria y a microescala.
Por eso producía excedentes de cereal en los años setenta del siglo I a. C. Por eso recibía sobrantes humanos del pastoralismo trasterminante euskaldún de los altos inmediatos -como revelan algunos epígrafes romanos, entre otros el de Lerga- y por eso atrajo al ejército de Pompeyo, necesitado de víveres. En cualquier caso, el general romano -que tenía su propia idea geoestrategia sobre el control de los pasos pirenaicos- fundó en ella la civitas de su nombre de la nada y lo hizo, a mi parecer, arrastrando gentes de los castra de la zona, a los que seguidamente incendió para que no retornaran a ellos sus antiguos inquilinos, ahora transformados en ciudadanos.
Situada en un carrefour de comunicaciones excepcional -recorrido de punta a punta por una auténtica autopista: la vía Ab Asturica Burdigalam-, la ciudad prosperó y, cuando llegaron los problemas, se rodeó de potentes murallas y se dotó de una guarnición solvente, que el emperador Honorio (395-423) alabó en las décadas iniciales del siglo V por su entereza. Son muchos los epìsodios que cabe valorar de la trayectoria de esta civitas. Por el momento me centraré en prefigurar su papel como motor de romanización y latinización de la zona y en establecer los términos de su elevación a la condición de sede episcopal el año 465.
Hay que asumir con naturalidad el hecho de que Pompelo no fue nunca un emporio o bastión del euskara -como sí lo fue Lugdunum Convenarum, auténtica capital pirenaica de dicha lengua vernácula entre los siglos I. a. C. y IV d. C.- si no, más bien, una aglomeración de fundación colonial que hizo lo que le competía: actuar como punta de lanza de la romanización y de la latinización. Por su posición en un carrefour de gentes, de lenguas y de desarrollo, pronto trituró en su seno a los hablantes de la lengua de la “Mano de Irulegui”, que se fundieron en ella con otros arrastrados por Pompeyo.
Me inclino por intuir que, cuando llegó el general romano a la cuenca, el castro de Irulegui era -como algunos otros de las tierras medias- un importante oppidum de lengua ibera cantabriense -tal y como he definido a ésta en otro lugar de este mismo blog- y que su nombre nativo fue Barskha -la Vacca de San Isidoro-, aglomeración en que habían terminado confluyendo por vía de sinecismo los miembros del khunes/genus (linaje) de los bars, oppidáneos que los celtíberos del Ebro denominaron barskhunes en el siglo VI a. C. ante la necesidad que tenían, como recién llegados que eran, de dar nombre a sus convecinos del norte. Si tal era así, se explica por qué era una ceca de gran entidad en el siglo II a. C. y por qué Pompeyo decidió despoblarla e incendiarla para repoblar Pompelo.
Para comprender el proceso de fundación de la sede de Pampilona el año 456 es básico trasponer adecuadamente el contenido de este fragmento del contencioso que se ventiló a mediados del siglo V entre el metropolitano de Tarraco y el obispo de Calagurris, Silvano: “Denique… alterius fratris nostri presbyterum… in eodem loco, qui illi fuerat destinatus, cui invito et repugnanti imposuerat manus et… episcopum fecit”. Nosotros presumimos que el tal Silvano impuso las manos y consagró obispo a un presbítero -que se resistió a aceptarlo- en el lugar en que había sido destinado poco antes por un titular sufragáneo innominado de la Provincia Eclesiástica Tarraconense.
Dado que el pontífice más escandalizado de todos con las actuaciones anticanónicas de Silvano fue el de Zaragoza -que decidido denunciar su comportamiento ante las autoridades civiles y eclesiásticas-, sospechamos que fue éste el burlado por Silvano. Y dado que el III Concilio de Toledo del 589 reconoció como nuevas sedes de la Tarraconense a las de Auca y Pampilona, consideramos que fue en esta última donde Silvano cometió tamaño desafuero. En resumidas cuentas: el obispo de Caesaraugusta se encontraba ya embarcado en la tarea de fundar una sede en Pampilona -para cuya preparación había enviado por delante a un presbítero suyo- cuando el pontífice de Calagurris se le adelantó sin miramiento alguno. Dado que los prelados de esta época eran eminentemente misioneros, no nos parece desaforado presuponer que el de Calahorra -ciudad referencial de los vascones no euskaldunes del ager y sede primada de la referida «etnia colonial», probablemente desde el 365- hizo lo posible y lo imposible para hacerse con su gestión diocesana y para emprender la ardua tarea de convertir a los únicos que aún permanecían paganos en su seno: los euskaldunes del saltus.
Para iniciar el expediente de consagración de una aglomeración como sede episcopal eran imprescindibles cuatro condiciones: la existencia de un colectivo nativo culturalmente homogéneo, de una civitas de cierto empaque, de una cierta masa crítica de catecúmenos y de centros de culto y de un prelado elegido por el clero y por el pueblo. Probablemente todo esto -menos lo último- se cumplía ya en Pampilona a finales del primer tercio del siglo V.
A nuestro parecer, las sedes pioneras -Tarraco y Caesaraugusta- recibieron el encargo de gestionar su correspondiente horizonte conventual, estrategia ligada al aliento misionero que sobredominaba en el valle del Ebro a la Iglesia del momento. A los obispos competía impulsar sin tregua ni desmayo la intensificación catecumenal y la densificación jurisdiccional. De esta manera se vino a consolidar en cada espacio conventual un proyecto de expansión diocesana que imponía la iniciativa de la sede primada en la creación de un emparrillado de proyección arborescente. Esto fue lo que cortó en seco en el Conventus Caesaraugustanus la abrupta interposición del obispo Silvano y le ganó por varios siglos la enemiga del pontífice de la gran capital del Ebro.
En definitiva, pues, Pampilona fue elevada a la condición de sede episcopal el año 456, circunstancia que no pudo por menos que venir a confortar a los ciudadanos en los muchos frentes que tenían abiertos durante la crisis y caída del Imperio Romano. Para desgracia de todos, carecemos de información sobre la actividad pastoral y, cuando afloran algunos indicios sobre los intereses de su curia, tanto a la caída del Imperio como durante el período visigodo, parecía menos preocupada por la misionerización de los euskaldunes que por la participación en las querellas que cuarteaban a la Provincia Ecclesiástica Tarraconensis -ignorando a tal efecto determinadas convocatorias sinodales y conciliares- y en jugar el juego de las facciones políticas que tanto socavaron los fundamentos del estado hispanogodo en los últimos momentos. Ante la ausencia de datos, nuestra intuición nos arrastra a suponer que la sede pampilonense apenas se enganchó a la conversión de los vascones euskaldunes del saltus, circunstancia que nos lleva a descartarla como entidad implicada en la salida de una significativa fracción de los mismos hacia la depresión vasca.
Nos mantenemos en el compromiso de buscar y, si es posible, encontrar al sujeto o conjunto de sujetos históricos susceptibles de dar cuenta razonada de la detonación que provocó la salida de una cierta fracción de los vascones euskaldunes desde la fachada meridional del Pirineo occidental hacia la depresión vasca. Hasta el momento, hemos negado capacitación como inductores de la misma a la civitas de Pamplona por su ensimismamiento romanizante (desde los años setenta del siglo I a. C.), a los rusticani por su endeble entidad y operatividad (407/409), a los bagaudas por su hoja de ruta (441-454), a la sede pampilonense por su dispersión de atenciones (desde el 465), al dux Francio por su ámbito de acción (470-574) y al Comitatus Vasconiae por su tardía configuración (621-711).
Antes de seguir adelante con este apasionante escrutinio histórico, debemos establecer con la máxima precisión posible en beneficio del lector el muy diferente contenido espacial que venimos atribuyendo al territorio vascón en la prehistoria avanzada y durante la romanización. Hasta el Bronce Final hemos caracterizado a estas gentes como una “etnia aborigen”, encuadrada al norte por la línea de cumbres del Pirineo occidental, al sur por el curso del Ebro, al oeste por el río Leizarán y los bordes orientales de la Cordillera Ibérica y al este por el “Aragus flumen” (el Aragón Subordán). De este notable escenario, el tercio septentrional -correspondiente a las tierras altas: el “saltus”-, era de lengua euskaldún y de economía predominantemente pastoril y los dos tercios restantes -prorrateados por las tierras medias y bajas: el “ager”-, de lengua ibera cantabriense y de economía prioritariamente cerealícola.
En tiempos de los romanos, por contra, hemos definido a los vascones como una “etnia colonial”, es decir, creada artificialmente por la potencia conquistadora mediante la adicción de los segmentos montanos y llaneros de dos “etnias aborígenes” arrumbadas: la de los propios vascones y la de los iacetanos. Se extendía por un escenario ecogeográfico y económico parecido al arriba descrito para época tardoprehistórica en lo que respecta a los tres primeros puntos cardinales, pero se prolongaba hacia levante hasta el curso del “Gallicus flumen”. Sugerimos que esta configuración colonial fue ideada y llevada a la práctica por Pompeyo en el contexto de la reordenación geoestratégica que realizó de la Cordillera Pirenaica tras su victoria sobre Sertorio.
Como cabe fácilmente comprobar, en esta entrada del blog hemos circunscrito nuestra atención al espacio vascón de época romana (Vasconia más Iacetania) y, dentro de él, al segmento montano occidental, objetivo prioritario de nuestro interés científico actual. Ahora bien, el ámbito vascón de época romana era -como ya hemos adelantado- mucho más que eso. Y antes de proseguír la tarea prospectiva que tenemos entre manos, merece la pena que echemos un vistazo geohistórico al resto del tramo montano. Para ser operativos, cabe diseccionarle, en primera instancia, en dos horizontes latitudinales: uno coincidente con la línea de cumbres y otro con la vertiente meridional. En segunda instancia, cabe diseccionar esta vertiente meridional en dos segmentos longitudinales: uno, centro-occidental, encuadrado por el borde Atlántico y la vertical de Pamplona, y otro, centro-oriental, limitado por dicha vertical y el curso del río Gállego.
En todas las ocasiones en que hemos hablado de detonación nos hemos referido exclusivamente a los habitantes del segmento centro-occidental de la vertiente meridional, Ahora, queremos aclarar que también tuvieron historia propia tanto los inquilinos de la línea de cumbres arriba mencionada como los del tramo centro-oriental de la vertiente meridional. Una historia que se desarrolló conjuntamente con la que viene centrando nuestra atención y probablemente impulsada por las mismas causas. En efecto, por el tiempo en que los vascones atlánticos de la vertiente meridional del Pirineo occidental recibían la detonación que les habría de desplazar hasta el País Vasco actual, los vascones de la línea de cumbres mantenían una actividad bélica muy agitada -ataques a la comitiva de Muza Ibn Nusayr el 714, a la retaguardia de Carlomagno el 778 y a la aceifa de Abderrahman I del 781- y los vascones del segmento centro-oriental de la fachada meridional practicaban el bandidaje social bajo dos formatos sucesivos: primero, rapiñando las campiñas del Ebro -a lo que respondieron Ervigio el 610 y Suinthila el 621- y, después, pactando mercenariatos con el mejor postor: caso de Froya el 652, de los coaligados contra Wamba el 673 y de los enemigos del rey Rodrigo el 711.
La historia de los vascones es, pues, bastante más que la historia de los que habrían de desplazarse hacia el País Vasco actual y ni tan siquiera la de éstos es la más impresionista y fascinante. Así, en tanto que a los desplazados apenas les mencionan las fuentes, a los de las cumbres les califican de “pérfidos” y a los del segmento centro-oriental de “gens effera”. Tres reacciones, pues, bien distintas de los vascones a la ruptura de su mundo tradicional: unos emigraron forzadamente, otros se asilvestraron aún más y otros se transformaron en “latrocinantes”.
Avanzamos a marchas forzadas hacia el desenlace del escrutinio de los factores que provocaron el estallido del mundo pirenaico euskaldún y, si bien conocemos ya el tremendo impacto que provocó en dichas gentes -“unos emigraron forzadamente, otros se asilvestraron aún más y otros se transformaron en ‘latrocinantes”-, estamos todavía bien lejos de poder fijar la causa.
Muchos hemos sido los que hemos conferido -yo, también, y no hace tanto- una importante capacidad centrifugadora a los procesos bélicos que se abatieron sobre el espacio que nos ocupa. Para percibirlos mejor, los ordenaremos en dos grandes conjuntos: los que incidieron desde el norte y los que lo hicieron desde el sur.
Entre los protagonistas de aquéllos, cabe rememorar a los alamanes en tiempos de Galieno (260-268), a los visigodos de Ataulfo y Valia en torno al 318 y a los suevos, vándalos y alanos entre los años 407 y 409, inicialmente contenidos por los rusticani. Son de reseñar, igualmente las campañas de Eurico desde el 473 y de los visigodos contra los suevos a mediados de la quinta centuria, al igual que la imparable migración de los visigodos (478-507). Para concluir, mencionaremos con énfasis la entrada el 541 por la vertical de Pamplona de una hueste merovingia de cinco reyes, capaz de rapiñar durante cincuenta días el valle del Ebro pero incapaz de asaltar Cesaraugusta.
Entre las acometidas meridionales rememoraremos las idas y venidas de los suevos a la Gallia (443), los movimientos de Eurico en la segunda mitad del V y sus repetidos enfrentamientos con la aristocracia de la Tarraconense, los retornos de los visigodos a su reino tras desmantelar a los suevos, el aplastamiento de los cinco reyes merovingios en los desfiladeros por iniciativa de Teudis y bajo la dirección del general Teudiselo, y, finalmente, el ataque de Leovigildo el 581 que deparó la ocupación de “partem Vasconiae”.
Tamañas agresiones no son para nada menospreciables, pero tampoco cabe magnificarlas: no fueron producto de un plan, ni estuvieron coordinadas, fueron en su mayoría meros tránsitos de tropas y de gentes por las vías romanas intramontanas, sin repercusión en los valles colaterales, y entre ellas hubo ciertos períodos de tranquilidad.
De hecho, las dos más potentes no parecen haber molestado excesivamente a los euskaldunes intrapirenaicos: la hueste del 541 debió procurarles -más bien- grandes cantidades de armas abandonadas en los desfiladeros por los masacrados merovingios y la conquista de Leovigildo no afectó a los pirenaicos sino -más bien- a los inquilinos del somontano del País Vasco actual, solo consignable como vascón por esas fechas en la medida en que se percibía como parte del Condado de Vasconia en incipiente construcción.
A nuestro parecer, solo cabe emprender el estudio de la ruptura de los equilibrios internos del mundo euskaldún bajo dos premisas metodológicas: tomando en consideración la totalidad del mismo -es decir, tanto la vertiente continental del Pirineo occidental (Wasconia) como la peninsular (Vasconia, por entendernos)- y otorgando prioridad operativa en el tiempo a la primera de ellas.
Al norte, los detonantes fueron -casi a un mismo tiempo- la campaña de Clotario I el 581 contra los wascones bajo la fallida dirección del general Bladastes y la conquista de Ludgunum Convenarum el año 585 por iniciativa de Gundowaldo. Esta primacía del norte en el desajuste de referencia se encuentra reforzada, además, por el intento de penetración de Gontrán de Borgoña en Hispania el 586, que no cuajó por la ineptitud del general Bossón.
Los efectos de estas agresiones de sentido norte/sur son bien conocidos, unos directos y otros inducidos. Así, en la vertiente continental, se produjo el intempestivo descenso de los wascones de los montes el año 587 y, en la vertiente peninsular, las rapiñadoras incursiones de los vascones que se encontró Recaredo el 588.
Con no poco sentido geoestratégico, el monarca hispanogodo decidió meter su ejército en el corazón del saltus -entre Roncesvalles y el litoral atlántico- para cortar en seco los movimientos de los régulos merovingios y poner coto a las iniciativas de los nativos. Contra éstos puso en marcha la estrategia centrifugadora que parece transmitir el texto de San Isidoro: “ubi non magis bella tractasse quam potius gentem quasi in palaestrae ludu pro usu utilitatis videtur exercuisse”.
Sugerimos que Recaredo acosaba a los euskaldunes desde dentro con maniobras programadas -útiles, variadas, repetitivas y sistemáticas, a la manera de las que habitualmente se planifican y ensayan en la palestra-, encaminadas a clarear demográficamente el saltus. Se trataba, en definitiva, de la aplicación de una cierta modalidad de “tierra quemada”, ya que era la presencia de inquilinos en la vertiente sur la que atraía la atención de los dinastas de la fachada septentrional.
Estas maniobras surtieron efecto en un tiempo prudencial, provocando, entre otros, la migración de un relevante contingente de pastores euskaldunes hacia la depresión vasca, pero no en seguimiento en este caso de la Vía Aquitana, sino de los caminos que llevaban al espacio intermediado por los bordes septentrionales de la Llanada Alavesa y el litoral cantábrico, dejando huella de su paso -con reihengräberfelder, según los casos- en Kortézubi (Santimamiñe), Basauri (Finaga), Garai (Momoitio), Hueto de Arriba (Los Goros), San Adrián de Arguiñeta y Nanclares de Gamboa (Aldaieta).
Se trataba de euskaldunes -y, muy probablemente, de colectivos asociados- que en los espacios más despejados se transformaron por necesidad en agropecuaristas y se convirtieron al cristianismo en el decurso de la centuria que media entre los años 588 y 673, cuya expansión geográfica venía determinada por el desdoblamiento demográfico generacional que imponía su nueva forma de organización de la supervivencia: la pequeña explotación agropecuaria familiar. Cabe identificarles -a nuestro parecer- con las gentes que Wamba atacó desde “Cantabria” -desde el Ducatus Cantabriae- el año 673 con la intención de contenerles dentro de los márgenes espaciales del Comitatus Vasconiae recién fundado.
Es manifiestamente evidente que esta explicación/descripción de porte tan general deja en el aire no pocos importantes aspectos sectoriales y de detalle, que intentaré abordar en este blog con calma, si las condiciones lo permiten. De momento, me tomaré un respiro. Entretanto, tal vez puedan servir de alguna ayuda a los interesados en la dinámica de tan fascinante problemática las páginas salteadas que dediqué hace ya algún tiempo al tema de los euskaldunes en este libro descargable.