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¿Tribus? ¿Qué tribus?

Aunque en el entorno académico es un término que se evita, todavía muchos vascólogos responderían sin titubear «sí claro, vascones, várdulos, caristios, autrigones y aquitanos, esas fueron las cinco tribus que formaban la Euskal Herria prerromana».

Bolunburu, poblado supuestamente várdulo cerca de Zalla, en las Encartaciones vizcaínas

En una monografía recién publicada (2024), Entre el Ebro y el Garona. Espacios, sociedades y culturas durante la Prehistoria y la Antiguedad, no he visto utilizado el término ‘tribu’ ni una sola vez. Sin embargo su uso sigue siendo muy habitual en ámbitos divulgativos (vg. Wikipedia, Idioma aquitano, siete veces).

Abre la monografía un trabajo firmado por los miembros de Aranzadi, Sonia San José, Martín Ayestarán y Xabier Peñalver, con un sugerente aunque desconcertante título, ‘El fenómeno protourbano y la vertebración del territorio. La Edad de Hierro en Euskal Herria’.

Imagen de Donosti City: la Edad de Hierro en Euskal Herria (Aranzadi Zientzi Elkartea)

Sugerente porque analiza «la organización territorial, las estructuras constructivas y la forma de vida de las poblaciones que habitaron el territorio en torno al primer milenio anterior a nuestra Era». Desconcertante por el uso anacrónico del corónimo Euskal Herria (en clara contraposición con el título de la monografía) y por ceñir el espacio de estudio a unas demarcaciones administrativas surgidas en la Edad Moderna, milenio y medio posteriores a la Edad de Hierro. Dicen los autores:

Las comunidades de la Edad de Bronce Final fueron agrupándose en un modelo de poblamiento concentrado, fenómeno que se generaliza durante el Hierro Antiguo. Esos poblados se localizan casi de forma exclusiva en la vertiente mediterránea de Euskal Herria y se trata de poblados denominados «de calle central» (Armendáriz 2008), ya que se estructuran con viviendas circulares o cuadradas adosadas a la muralla y dejando un espacio interior libre, a menudo interpretado como cercamiento para ganado (Llanos et al. 2009)

En sintonía con el resto de la monografía, el término ‘tribus’ es reemplazado por ‘pueblos’, ‘pobladores’, ‘gentes’. Estos autores utilizan también el concepto problemático ‘etnia’ («conforme avanzan las investigaciones vamos conociendo más sobre las costumbres o etnias que habitaron este territorio») al que dedican un apartado:

a la luz de los datos onomásticos y epigráficos, parece que en los últimos siglos de la Edad de Hierro los Pirineos y sus piedemontes a ambos lados de la cordillera estaban habitados por diversos grupos étnicos y lingüísticos: en primer lugar, los grupos no indoeuropeos; en segundo lugar los grupos indoeuropeos o célticos (Gorrochategui, Igartua, Lakarra 2018)

En los párrafos siguientes enumeran uno a uno a estos pueblos prerromanos con la información aportada por las fuentes escritas (Salustio, Livio, Estrabón, Plinio y Ptolomeo, principalmente); primero vascones, luego várdulos, berones, autrigones, caristios y a más de veinte pueblos entre los aquitanos (sotiates, tarbelli, bigerriones, ptianii, vocates, tarusates, elusates, gates, ausci, garumni, sibusates, coscosates, etc.). Pero esta enumeración no se traduce en una distinción étnica ni lingüística que aporte una visualización acorde a los datos onomásticos o epigráficos.

Imagen de Kondaira.net

En definitiva, los autores pasan de puntillas sobre el esclarecimiento de la etnicidad y hay que esperar al trabajo de Juanjo Hidalgo (‘El Alto Nervión en época romana. Una tierra sin villas’) para tener una reflexión mínimamente esclarecedora:

Desconocemos en qué se basaba Ptolomeo y el resto de autores citados para decir lo que dicen y dividir el territorio de la manera en que lo hacen. Puede que la lengua mayoritaria de cada pueblo fuese el principal rasgo identificador por parte de los romanos, o quizá hubiese otros marcadores que se nos ocultan. Es muy posible que dichos pueblos, sus nombres y las ciudades y comunidades cívicas que de ellos se mencionan obedezcan a una manera de ordenar el territorio recién conquistado y de organizarlo administrativamente, sin que hubiera identidad cultural o política alguna detrás de los mencionados pueblos, al modo en como se hizo la división colonial en el África de finales del siglo XIX, con escuadra y cartabón […]. De haber sido así, estaríamos en condiciones de poner en duda la historicidad de estos pueblos, ya que ellos mismos no habrían sido conscientes de esa pertenencia al pueblo que los romanos les habrían asignado.

(Juanjo Hidalgo 2024:200)

Es decir, que posiblemente los habitantes de estas poblaciones no tenían ningún sentido de pertenencia a los grupos étnicos mencionados en las fuentes romanas. Es lo que se deduce del capítulo de Juan José Cepeda-Ocampo y Miguel Unzueta (‘La Edad de Hierro en la cuenca de Urdaibai (Bizkaia). El oppidum de Arrola’). En él Arrola aparece como un enclave central dentro de un espacio regional, pero que ni de lejos puede equipararse con las supuestas demarcaciones atribuidas a várdulos, autrigones o caristios.

La suposición de que Arrola ejerció una cierta capitalidad sobre las comunidades situadas en su entorno geofráfico, con incidencia en la jerarquización del mismo, se ve reforzada por la existencia de otro espacio, de carácter público, muy cerca del recinto fortificado. Nos referimos al denominado santuario de Gastiburu […] Se trata de un conjunto de estructuras que sirvió para dar cobijo a reuniones y otros actos asamblearios, posiblemente también con un componente ritual o celebrativo (Valdés 2009). La plaza no se encuentra en el interior del área poblada, como sucede con las croas de algunos de los oppida más conocidos del noroeste hispano, interpretadas de manera verosímil como santuarios o espacios de agregación social y política.

(Cepeda-Ocampo y Unzueta 2024:73)

Esta diferencia del espacio público o plaza respecto a otros «oppida del noroeste hispano» se refuerza con la configuración de su sistema defensivo, «con soluciones estructurales de madera en su construcción que permiten reconocer ciertas analogías formales con los sistemas à poteaux frontaux que se encuentran en las murallas de la Céltica centroeuropea».

Imagen Joël Demotz (2014), Les oppida de Romandie

Además de estos trabajos, el resto de capítulos de la monografía merecen ser asimismo reseñados, aunque deseamos destacar, por diferentes motivos, ‘Acuñación, intercambios e identidades entre el Ebro y el Garona (s. V – s. I a.C.)’, de Eneko Hiriart, ‘De epigrafía e iconografía: la simbología funeraria de la de oración vegetal en las estelas de Álava y Navarra con motivos de vid (I)’, de Pilar Ciprés y Mª Cruz González-Rodríguez (que lamentablemente no han leído a Mikel Martínez Areta), y ‘El poblamiento de Vasconia: aporetaciones pasadas y futuras del ADN antiguo’, de Íñigo Olalde. A ellos nos gustaría dedicar una líneas estos próximos días.

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