Seguramente fue un sincero y legítimo sentimiento de desatención lo que movió al entonces cura de Bernedo, José Antonio González Salazar, a sacar una nota en el órgano de la Academia de la Lengua Vasca Euskaltzaindia reivindicando para el nombre Toloño una mayor consideración. Partía el sacerdote y etnógrafo de la constatación de la preponderancia que tenía desde la cartografía antigua la denominación sierra de Cantabria frente a la de Toloño, que él creía más legítima. Habla en todo momento de impresiones y pareceres y seguramente ni de lejos sospechaba que toda la maquinaria académica se pondría en marcha hasta pretender desterrar la denominación cultista pero popular, antigua pero no primigenia (“creada tardíamente ex novo”) de la sentenciada sierra de Cantabria. Informes posteriores de la comisión de Onomástica de Euskaltzaindia dieron el rango de dictamen a aquella primera nota y se sucedieron otros que instaban a las autoridades al cambio en la denominación oficial de la sierra. Han pasado casi tres décadas de un empeño absurdo de desterrar por ilegítima, cultista, libresca, exógena y no sabemos cuántos pecados más a una denominación antigua y muy arraigada en el uso actual de alaveses y riojanos, especialmente los más cercanos a la sierra. Es llamativo que sea la Academia de la Lengua Vasca, en nombre de la tradición popular, la que abandere esta “reconquista” de un nombre que ellos mismos en sus informes reconocen “no vasco”, los mismos que acaban de rebautizar al San Mamés bilbaíno con un Santimami sacado no se sabe de dónde o que retiraron a regañadientes el fantasma Biasteri como denominación de Laguardia solo cuando se oyeron voces de juzgado. Ahora dicen que fue un error de comunicación. No haría mal la Academia si dedicara sus mejores saberes y energías a la publicación de una gramática del euskara que tanto años llevamos esperando, labor a la que específicamente se dedican, junto al diccionario, las academias de la lengua, y no a promover controversias totalmente ajenas a su quehacer. Ha pretendido sentenciar y zanjar, con la promoción y edición de un libro para el que no ha escatimado medios y con atribuciones que no le corresponden, una polémica que ellos mismos han encendido. Pero la realidad y la historia son muy tozudas y el pueblo muy amante de sus usos y costumbres.
Ander Ros y Joseba Abaitua
Una respuesta a «Toloño vs Cantabria: 30 años de una polémica artificial y absurda»
Sin buscarlas, me he topado con la comparecencia de Ander Ros (aquí, a partir de la pág.37) y la de González de Viñaspre, en representación de Euskaltzaindia (aquí), en la comisión del parlamento vasco creada a raíz de la polémica. Y me ha sorprendido especialmente la de este último: no por sus argumentos a favor de Toloño, que tras leer los de Ander terminan no sonando tan convincentes, sino por cómo, quizá sin darse cuenta de que sus palabras pueden y deben ser extrapolables, deja en entredicho 36 años de política toponímica en nuestra tierra y el papel de Euskaltzaindia en ella. Fue entonces cuando se aprobó el Decreto 271/1983 y “el justo afán del municipio por recuperar nombres que constituyen su acervo histórico y cultural” degeneró pronto en una labor de demolición del ‘otro’ acervo histórico y cultural, apuntalada por el informe de la Academia que preceptivamente acompaña a todo procedimiento de cambio de nombre.
Afirma lo siguiente González de Viñaspre: “La labor de normativización de los nombres geográficos ha de realizarse siempre preservando el patrimonio cultural inmaterial que es la toponinia, y debe hacerse con respeto al uso local y tradicional. Así lo recoge, por ejemplo, la Ley 10/2015, de 26 de mayo, para la salvaguardia del Patrünonio Cultural Inmaterial, cuando habla de «la toponimia tradicional como instrumento para la concreción de la denominación geográfica de los territorios». El concepto de toponimia tradicional hace referencia al legado cultural recibido de nuestros antecesores, por transmisión intergeneracional. Es un patrimonio del que nosotros somos depositarios y usuarios. Y es nuestra responsabilidad preservarlo y ponerlo a disposición de las generaciones venideras. Como afirma Javier Terrado, catedrático de la Universidad de Lleida, de lo contrario, «se vería perdido un patrimonio lingüístico amasado durante siglos».”
En el caso de mi pueblo (Arceniega) han pasado ya 30 años desde que el alcalde, sin responder a clamor popular alguno, activó en sordina la maquinaria legal necesaria para desterrar el topónimo castellano, el único legado “por trasmisión intergeneracional”, en favor de la versión eusquérica incluida en el Nomenclátor de Euskaltzaindia que proponía el informe de ésta. Y no hace ni dos años, según he podido saber por la lectura de las actas [PDF] del pleno de abril de 2018, en Ribera Baja fue la iniciativa de Euskaltzaindia de corregir el nombre vasco incorporado a la denominación oficial del municipio 20 años antes la que dio pie al alcalde, acogiéndose a su autoridad, a poner una vez más en marcha el procedimiento y suprimir de paso la denominación castellana; si quedó paralizado in extremis durante ese pleno, fue tras haberse dado cuenta dos concejales de que en su momento habían votado a favor de algo que, por absurdo, no se les alcanzó a ocurrir que estuviera en juego.
Es cierto que el reconocimiento general de los topónimos como patrimonio cultural inmaterial, en razón del “sentimiento de identidad y continuidad” que proporcionan, no se asienta hasta 2007, con la resolución de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Normalización de Nombres Geográficos, o UNCSGN, que reclamaba su protección al amparo de la Convención de la UNESCO frente a las “diversas amenazas que gravitan sobre el empleo de algunos de ellos”. En 2012 volvía a tratar el asunto en su resolución X/4, especificando los criterios concretos que identifican a un nombre como merecedor de protección –entre otros, el “carácter ‘testimonial’ del nombre, o su capacidad para encarnar claramente una realidad cultural, geográfica, histórica, social o de otro tipo específica del lugar y que sea un componente esencial de la identidad local, regional o nacional”.
Con esas referencias, incorporadas en parte al preámbulo de la Ley 10/2015 que invoca a su favor González de Viñaspre, empecé hace ya 5 años un recorrido ante diversas instancias reivindicando la recuperación de la oficialidad para nuestro topónimo, en tanto que única garantía segura de protección frente a la “amenaza sobre su empleo” y hasta sobre su “trasmisión intergeneracional”, situación a la que ha conducido su prolongada expulsión de ella. Pensaba que esas razones tan persuasivas, procedentes de organismos internacionales a salvo de cualquier sospecha, acabarían imponiéndose antes o después por su propio peso o por el de las leyes que debían recogerlas.
Sin embargo, según me han terminado asegurando desde el Ararteko, la autonomía municipal consagrada por la Constitución prima sobre lo que por parte de la Ley 10/2015 sería sólo “un mandato genérico para la salvaguarda del patrimonio”, y la nueva Ley 6/2019 de Patrimonio Cultural Vasco, a la que podría haber incorporado objeciones Euskaltzaindia, permite cubrir el expediente con medidas como “la identificación, documentación o investigación” –precisamente las funciones asignadas por la Viceconsejería de Política lingüística al Nomenclátor Geográfico de la CAV, accesible desde su web. La Viceconsejería, declarándose “consciente de la importancia que tienen los topónimos tradicionales y los históricos” y “con el objetivo de conservarlos”, ya me había dirigido al tal Nomenclátor felicitándose de que “toda la información relativa a cualquier topónimo” está allí, a disposición de “los ciudadanos y ciudadanas”… convencida, por lo visto, de que la existencia virtual de una ‘variante’ (esa es por ahora “toda la información”) en un rincón del ciberespacio sobrepoblado de toponimia menor suple de sobra la realidad de su presencia cotidiana en la vida pública; y sin siquiera darse cuenta de que el uso rutinario del lenguaje inclusivo de género sólo sirve para poner aún más de relieve esta otra exclusión invisibilizadora, expresada también ligüísticamente: la que nos ha borrado, de forma literal y figurada, del mapa.
Así que en la práctica, y a diferencia de lo que ocurre con el patrimonio material, los concejales gozan de una libertad casi absoluta en su ‘derecho a decidir’ sobre el pasado. Y claro, aquí hay un problema del que ya por 1984 alertaba con sorna Caro Baroja: la “robustez” de las convicciones políticas encaminadas “con ardor” a “borrar las huellas” carece de “facultades mentales a la altura”. En muchos casos se trata de lo que Xabier Zabaltza, en 2011 y a raíz de la polémica de Biasteri, llamaba ‘esquizoglosia’: un “mecanismo de compensación que refleja, en el fondo, un profundo complejo de inferioridad”; en un marco más amplio, se inserta en el uso que hacen los populismos de una amnesia simplificadora con la que, como argumenta la autora del Libro Europeo 2018, inventarnos un pasado a medida y, a partir de él, conformar una determinada identidad.
Nada de lo que sorprenderse, entonces, cuando desde esa atalaya legal que les permite no rendir cuentas, la mayoría ‘cualificada’ (en cantidad) de concejales del Ayuntamiento se niega a admitir ni tan siquiera una oficialidad bilingüe como la recomendada por Euskaltzaindia, cuando no hay otro remedio, a fin de favorecer a ‘la lengua más débil’: con el nombre eusquérico a la izquierda y el castellano a la derecha, lo que permitiría mantener la ficción de que el segundo procede del primero porque nadie va a enterarse de qué afirman al respecto Yarza o Salaberri. En definitiva, no es suficiente que el nombre romance sea el original, que siga siendo el más empleado por la gente según la edad, que su alternativa se haya convertido en una versión euskañolizada de su versión vasca, que además sea el único legado “por trasmisión intergeneracional” ininterrumpida, ni lo que puedan decir desde la ONU o la UNESCO sobre la contribución del patrimonio inmaterial, del que forma parte la toponimia tradicional, “a promover el respeto de la diversidad cultural” –por más que el mismo Ayuntamiento apruebe solemnes declaraciones… de respeto a la diversidad cultural.
Puestos a esgrimir algún motivo por el que seguir proscribiéndolo, el único explícito es la ausencia en la calle de un clamor generalizado por el cambio –ausencia idéntica a la que en su momento no impidió ‘recuperar’ el nuevo. El implícito, pero suficiente para no entrar en discusiones de fondo, se apoya en eso que alguien ha llamado ‘lógica mayoritaria’, frente a la ‘consensual’: democracia no va sobre todo de convivir en la diferencia y buscar, desde la objetividad, soluciones razonables que respeten y satisfagan razonablemente a cuantos más mejor, sino de cumplir con el requisito, vaciado de contenido, de alcanzar una mayoría suficiente para que mi opción derrote a las demás.
Lo irónico es que, si tuviese fuerza legal la drástica receta con la que según González de Viñaspre debería aplicarse “el principio de univocidad de Naciones Unidas” para los nombres geográficos, el resultado en éste y muchos otros casos sería justo el contrario del que ha triunfado: “tanto Sierra de Toloño como Sierra de Cantabria están presentes en el uso oral actual, pero la diferencia […] es que Sierra de Toloño cuenta con una tradición continua de arraigo popular de la que carece Sierra de Cantabria. Y eso es de trascendental relevancia a la hora de normativizar cualquier topónimo, desde el punto de vista de la salvaguardia del patrimonio tradicional”. Son afirmaciones que, junto a las antes citadas y un sincero mea culpa, merecerían figurar en una circular de Euskaltzaindia a nuestros ayuntamientos, tan sólidamente instalados en la zona de confort que les brinda la Constitución, invitándoles a corregir su criterio.
Con un espíritu más conciliador, concluía Ander tras sus argumentos: “¿Y ahora qué? ¿Qué solución le podemos dar a esto? […] yo creo que lo justo y lo sensato sería recuperar el nombre de Cantabria para la zona media de la sierra, respetando el uso actual generalizado. Y para toda la sierra, pues utilizar la denominación que establece la denominación completa Toloño-Cantabria-Codés. […] No hay ningún problema en que un nombre de una sierra sea compuesto”. En esa misma dirección, y dado que hace mucho que se obvió el ‘purismo’ de oficializar sólo las variantes transmitidas intergeneracionalmente y que a estas alturas podría resultar poco menos que traumático recuperarlo, me parece que lo normal en términos del país en que realmente vivimos sería que nuestros pueblos, ciudades y provincias tuvieran, cuando no coinciden las dos, una denominación oficial bilingüe que permita que se use cada una de sus partes en la lengua que le corresponde.
La ventaja de aplicar a todos el mismo rasero es que nadie se sentiría señalado como ‘menos vasco’, ni se seguiría sacrificando parte de nuestro pasado y presente en el altar del patriotismo. Por otro lado, se estaría reconociendo el valor histórico, y por tanto patrimonial, que también tienen los exónimos y las grafías tradicionales, en una línea parecida a las consideraciones que (junto a otras más drásticamente ‘puristas’) exponía Ricardo Cierbide hace 20 años, en el mismo texto donde se hacía eco de las reflexiones antes aludidas de Caro Baroja: “Simplemente no alcanzo a ver desde el punto de vista filológico-histórico y tampoco desde el simple sentido común el ordenar que la denominación oficial de Álava sea Araba. Deben coexistir ambos, ya que la primera tiene mil años de tradición escrita y oral y la segunda se consigna por lo menos desde el siglo XVII en boca de A. d’Oihénare”.
Por desgracia, en manos de la política, demasiado a menudo la toponimia termina convirtiéndose en un insidoso mecanismo de exclusión simbólica, uno más entre los puestos al servicio de la construcción (uni)nacional de turno. Un ejemplo, lejano y quizá por eso fácil de condenar hasta para quien debería examinarse en su espejo deformante, es la India del nacionalista hindú Modi: en la deriva islamófoba contra su pasado y la sexta parte de su propia población actual, no sólo se llegan a modificar libros de texto con el fin de restar importancia a las aportaciones de los musulmanes al país, sino que incluso varias ciudades han sido rebautizadas por sonar a islámicos sus nombres.
Aquí, y menos a estas alturas, no puede haber excusas válidas que justifiquen “la pérdida de un patrimonio lingüístico amasado durante siglos”, por seguir citando a González de Viñaspre. Por eso es oportuno saber si esa encendida defensa de un nombre ‘no vasco’ (mejor: ‘no eusquérico’) se queda en licencia retórica de un día o supone un firme compromiso con “la responsabilidad de preservar y poner a disposición de las generaciones venideras” ese “legado cultural” que es la toponimia tradicional, venga ésta de donde venga. Dado que hasta hoy, al menos en la práctica y con el silencio inevitablemente cómplice de Euskaltzaindia, a la hora de valorar y proteger se ha distinguido entre un patrimonio toponímico vasco de primera y otro de segunda, sería muy de agradecer comprobar que dentro de su “nosotros” cupiéramos de verdad todos los “depositarios y usuarios” que somos.