Las lenguas paleohispánicas dejaron de hablarse en una lenta pero implacable agonía tras la instauración del Imperio por parte de Augusto en el siglo I d. C. No hay una causa directa, como el fin de las guerras cántabras, ni hubo un plan de acciones cohercitivas de la administración romana. Francisco Beltrán Lloris expone los motivos de manera clarividente en su charla del Museo Arqueológico Nacional de 2019 ‘La latinización y el final de las lenguas paleohispánicas’.
Categoría: Vascoiberismo
El hallazgo de la Mano de Irulegui obliga a una relectura del trabajo de Joaquín Gorrochategui de 2020, ‘Aquitano y vascónico’. En él el autor expone sus conocimientos sobre dos lenguas que «presentan unas estrechas y exclusivas relaciones lingüísticas con la lengua vasca histórica, de modo que no hay duda en clasificarlas como lenguas o variedades pertenecientes a la misma familia» (p 723).
En esta reseña se van a ver las dificultades de caracterización del ‘vascónico’, una lengua cuyos rasgos distintivos más reconocibles son compartidos con el aquitano. Este enfoque de Gorrochategui acarrea el problema de que los textos antiguos del territorio vascón muestran estos rasgos de una manera muy contenida, mientras que abundan en ellos elementos más reconocibles desde el ibérico o el celtibérico. Como ya ha anticipado Mikel Martínez Areta en un comentario anterior, la situación multilingüe del territorio vascón previo al contacto con Roma se asemejaba mucho más a la Suiza actual, que a otros países modernos (Francia, Alemania, Hungría, etc.), cuyo nombre se asocia sin dificultad con la lengua vernácula mayoritaria (francés, alemán, etc.). En la Vasconia prerromana, «¿cuál era la lengua vascónica?, ¿la que hablaba el Umme.sahar de Lerga, el Calaetus de la Sakana, o el Ausages de Artieda? Porque los tres eran vascones…» (15.12.2022).
La Mano de Irulegui es un texto paleohispánico, escrito en signario ibérico nororiental. Posiblemente es la única certeza de índole lingüística que de momento se tiene sobre este excepcional hallazgo. Javier Velaza y Joaquín Gorrochategui resaltan el hecho de que el signario parece haber sido adaptado a la lengua de los vascones, a partir de la aparición del signo T (o.T.i.ŕ.t.a.n), ausente del corpus de inscripciones en lengua ibérica. Está además el elemento aparentemente paleovasco s.o.r.i.o.n, que encabeza el texto. Sin embargo, pese a estas singularidades, se cierne la incertidumbre, como ha advertido Iván Igartua, y el parentesco real de la lengua de Irulegui con el euskera puede quedar en un transitorio y decepcionante espejismo.
Alguien tiene que decirlo. Si ese texto hubiera estado en euskera, el euskera habría desaparecido. Habría desaparecido el euskera como desaparecieron las lenguas celtibéricas, o el ibero mismo. Nadie en territorio vascón habría sido capaz de entender ese texto en el siglo II d C. Para entonces esa lengua había desaparecido.
Llevo tiempo con la sospecha de que el vascoiberismo vuelve a tener vigencia, si bien a veces con otras denominaciones, vascoaquitanismo, galoiberismo, o más recientemente vascosardismo. Hay que advertir que todo lo que en lingüística vasca remonta los 1000 años sin remedio se convierte en un ejercicio especulativo. Por eso voy a intentar en esta entrada limitarme a agregar fuentes secundarias y no añadir una nueva adenda al corpus de conjeturas, aunque me temo que también. Los autores que deseo citar son por, este orden, Eduardo Blasco Ferrer (in memoriam), Joseba Lakarra, Christian Rico, Aitor Carrera Joaquín Gorrochategui, Eneko Iriarte, Francisco Marcos Marín, Ander Ros y Octavià Alexandre. El hilo conductor es la nueva hipótesis del vascosardismo, que resumen estas palabras de Blasco Ferrer:
«el azar no puede explicar de ninguna manera la equivalencia perfecta entre los morfemas reconstruídos o documentados del (proto)euskara y los morfemas documentados en numerosísimas unidades toponímicas libres, derivadas y compuestas del paleosardo» (Blasco Ferrer 2013:50).